Pensadores temerarios
"Aquí:
aquí dentro". Con estas palabras se acaba el sofisticado conjunto de
ensayos reunidos en Pensadores temerarios
(Debate, 2005) del profesor de Pensamiento Social de la Universidad de Chicago
y de Humanidades de la Universidad de Columbia, ensayista e historiador del
pensamiento político, el estadounidense Mark Lilla. Un señalamiento a sí mismo,
al impulso más íntimo de domeñar el mundo, de hacerlo compatible a las ideas.
Tal impulso puede arrostrar consecuencias terroríficas. Y no solo el ignorante,
desde la más idiota de las soberbias, es susceptible al canto de sirena de los
dictadores. El brillante pensador, el amante de la sabiduría, el filósofo,
siempre será tentado por el llamado tiránico.
Este
libro, advertencia elegante, erudita y preclara de la filotiranía, estudia,
desentraña, ausculta y expone la relación de intelectuales europeos
excepcionales para con las dictaduras carniceras del siglo XX; las
consecuencias desastrosas cuando la filosofía se acerca a la política y esta
impregna de amor al poder a quien ama el saber. No hay pensador pequeño, de
segunda mano, en estos ensayos: Martin Heidegger, Carl Schmitt, Walter
Benjamin, Alexandre Kojève, Michel Foucault, Jacques Derrida. El reto de Lilla
es dar con la clave, el código, la palabra, el momento, la epifanía,
el quiebre, la corriente oculta, el impulso irracional, el signo, ánimo, que
abrió la puerta del pensamiento a la fascinación por el tirano mesiánico. Cuándo
los vientos agresivos políticos arrastran a las mentes más lúcidas a las telarañas de la abyección
dictatorial como a Dorothy al mundo de Oz. Y aunque este fenómeno siga
ocultando sus enigmas, Lilla devela lo suficiente como para que el lector
experimente horror, indignación, una compasiva acritud hacia aquellos, y un
temor hacia sí mismo, a las palabras con las que se inicia esta columna:
"Aquí: aquí dentro".
La
indolente temeridad de pensar
Martin
Heidegger llegó a ser rector de la Universidad de Friburgo durante el régimen
nazi. Dictó conferencias por toda Alemania haciendo propaganda política,
conferencias que terminaban con un "Heil Hitler" apasionado. Y esta
quizá sea la palabra adecuada: apasionado. Arrebatado por la idea del
advenimiento de un nuevo tiempo, de un nuevo ser. Ser y tiempo. Dúo de palabras
originarias. Toda la Razón al servicio de un aparato de pensamiento que llegó a
desbordarse hasta alcanzar nociones místicas. La Razón deviene irracionalidad.
Y el asombro de quienes admiran una inteligencia prodigiosa y la ven enlodada
en el fango de una tiranía megalómana y fríamente asesina acompaña a estos
enamorados de las causas totalitarias. Mark Lilla hace una puesta en escena
dramática para el autor de Ser y tiempo.
Heidegger no está solo, pero lo estará. Lo acompaña Hannah Arendt y Karl
Jasper, la discípula enamorada y al amigo asombrado de la inteligencia y
anonadado ante la estupidez del último filósofo del siglo XX. Jasper, con
dolor, reconocerá que su amigo ha caído, se distanciará, incluso hará notar que
Heiddegger no está en capacidad de seguir dando clases. Lo instará a darle
respuestas por su fascinación a Hitler: "(...) en casa de Jasper, este
intentó cuestionar la posición de su amigo, argumentando que Heidegger no podía
estar de acuerdo con los nazis respecto de la cuestión judía. Heidegger le
dijo: 'Pero existe una peligrosa trama internacional de los judíos'. Jaspers le
respondió: '¿Cómo creer que un hombre tan poco preparado como Hitler podrá gobernar
Alemania?' Heidegger contestó: 'La cultura no importa. Mira sus maravillosas
manos". Los amigos no volverían a verse. [Salvando las distancias de los
pensadores y de ambos tiranos, todavía hay quien recuerda con repelús aquella
mefítica y aduladora sentencia "Chávez es el mejor poeta del país",
dicho por uno de los mejores poetas del país. A este tampoco lo volveremos a
ver]. Arendt sería indulgente con su maestro y amante. Volvería a él. No lo
olvidaría. Se reencontrarían muchos años después. Se avivaría la llama de la
admiración, de la mente y de los cuerpos.
Y
es que a lo largo de los ensayos Lilla le da cabida a otro asunto que no es el
primordial pero no es menos importante y atractivo: los amigos de los
filotiranos. La relación de aquellos que admiran a quienes se han desbocado por
la posibilidad de construir el Paraíso en una geografía terrena y no celestial.
La tensión entre el tirano, el filósofo y el discípulo o amigo intelectual del
filósofo constituyen un segundo nivel de lectura de Pensadores
temerarios. El discípulo, el compañero de ideas que advierte, que
insta, que se distancia, que no logra asimilar, que se enfrenta. Lilla también
va dando cuenta de un fenómeno que desarrollará en un siguiente libro (El Dios que no nació, Debate, 2010): la llamada
religiosa a la que responden estos pensadores aun cuando se pretenden en
algunos fatales casos comunistas, como ocurrirá en el que sea quizás el cuadro
más complejo de estas relaciones: el de Walter Benjamin obstinadamente
estalinista, o en el confraterno fascismo, el caso de Carl Schmitt, quien sea
tal vez, el pensador temerario que más lejos llegó con el nazismo, y quien creyó
responder a un designio divino; o el autodestructivo impulso de Foucault, el
nihilismo antihumanista de Derrida, o el "Estado universal" que como adviento
ve llegar el asesor político ruso-francés, Kojève. Todos parecen sentir
demasiada nostalgia por el absoluto.
Pensar
y perder
Llamado
"jurista de la corona", Carl Schmitt llegó a ser el consejero legal
del Tercer Reich. Su apoyo público fue notorio y se transformó en el defensor
oficial del régimen nazi. Su fría fascinación por el nacionalsocialismo lo llevó
a publicar un artículo luego de la "noche de los cuchillos largos" en
el que, a pesar de que un amigo fue víctima, señalaba que la orden de Hitler
"era en sí misma un acto de la más alta justicia". Antiliberal y
antisemita, Schmitt le dio cuerpo jurídico al engranaje asesino hitlereano.
Nunca se arrepintió de su filiación nazi. Fue apresado por los rusos, por los
estadounidenses, sorteó Nuremberg, y se dedicó hasta su muerte a escribir. Por
su casa en Plettenburg desfilaron muchos pensadores que podrían encontrarse en
el polo opuesto de su humanidad: Raymond Aron, Alexandre Kojève, Joachim
Schickel, Jacob Taubes, entre
otros. Un liberal, un comunista, un maoísta, y un teólogo judío: las antípodas
de Schmitt. Sin embargo, esa equidistancia quizás sea un camino no tan
complicado de recorrer. Luego de ser redescubierto por la intelectualidad
europea se da un fenómeno que podría ser contradictorio a primera vista:
Schmitt es leído, asimilado y admirado por la izquierda, incluso, por
pensadores de izquierda judíos. Y el liberalismo lo considera un gran oponente
intelectual.
El
decisionismo schmittiano es lo que atrae a
todos. Lo político se resolverá en el criterio para tomar decisiones. Si la
moral es el indicador para distinguir el bien del mal, "la distinción política
específica a la que las acciones y los motivos políticos se pueden reducir es
sencillamente la distinción entre amigos y enemigos". Ahora se ve
claramente por qué la izquierda revolucionaria bebe, se embriaga hasta el
desmayo, del pensamiento del jurista nazi. El enemigo público, no un enemigo
privado, aclara Lilla. Como pensador total Schmitt contiene el mundo en lo político:
"Toda la vida de un ser humano es una lucha y simbólicamente cada ser
humano un combatiente". [Una lástima que hayamos tenido que escuchar esto
por dos décadas continuas de boca de los comunistas. Todo queda en familia]. La
tensión conflictiva era natural para Schmitt, debía darse en la sociedad, el
liberalismo para él elude el enfrentamiento, por lo tanto, rehúye la toma
decisiones. La naturaleza humana es beligerante. Defiende las dictaduras
transitorias (de antiguo origen romano) por sobre el parlamentarismo liberal. Y
es aquí donde parece levantar curiosidad en la izquierda: si el parlamentarismo
no representa al pueblo sino a una élite, la ecuación está develada: Revolución.
Lo que indagará tanto Leo Strauss como Heinrich Meier será por lo menos
revelador: la pregunta es por qué Schmitt no vacila en señalar que los hombres
fundamentalmente son beligerantes. He aquí que para el "jurista de la
corona" esto es un mandato divino: Schmitt es un teólogo. Y este caso
explayado por Lilla corresponde al que quizás sea el más subyugante capítulo,
el develamiento de la vinculación entre lo político y lo teológico lleva a
Schmitt a creer que "el enemigo es parte del orden divino y que la guerra
tiene carácter de un juicio divino". Dios nos salve.
Y
es que esta relación trascendental entre pensamiento y política es la que
recorre Lilla en este lúcido, erudito y radiante trabajo. En quien quizás sea más
complejo auscultar tal relación sea en Walter Benjamín. ¿Cómo explicar que las
instancias teológicas, el estudio de la cábala y las teorías marxistas estaban
en pugna en el pensamiento del crítico más importante del siglo XX? Será su
amigo Gershom Scholem quien quizá se acerque a una respuesta. Benjamin se
enamoraría de Asia Lacis, una revolucionaria comunista a la que Stalin enviaría
unos cuantos años a campos de concentración; esta rusa tenía otros amantes.
Benjamin lo sabría al visitarla en Moscú. El destino de su amada no haría
cambiar de opinión a Benjamin. La metafísica teológica y el materialismo dialéctico
se necesitarían. Scholem ve en Benjamin el impulso mesiánico por acelerar el
final, "para alcanzar aquí en la tierra lo que se nos promete solo para el
cielo". El estalinismo parecía ser la ruta, claro, si se ha confundido el
paraíso con el infierno. El comunismo de Benjamin es una tragedia, lo acompañará
al triste final por todos conocido.
Siempre
será extraño, un enigma, el por qué ante los crímenes más atroces, un hombre
puede seguir compartiendo, apoyando y defendiendo las ideas que los hicieron
posibles, por eso este libro es, junto a otros tantos, un documento excepcional
para ver (verse) el arrebato demoníaco que procuran las ideologías [otro
trabajo imprescindible es el del poeta polaco Czeslaw Milosz, El pensamiento cautivo, en el que con una
honestidad e inteligencia fuera de lo común ahonda en la mentalidad del
intelectual bajo el delirio comunista]. Lilla continúa su paseo filosófico por
Kojève, quien quizás sea el pensador que más ha influido en las políticas públicas
europeas en el siglo XX desde Francia. Fue un hombre de Estado. Y llegó a
convencerse, a partir de estudios profundos de la obra de Hegel, del fin de la
historia, y llegó un poco más allá: del fin de la filosofía. El nihilismo de
Kojève —admirador del padrecito ruso— contemplaba el fin del hombre, su
pensamiento apuntaba hacia la inhumanidad: hablaba del autómata sano y del
tirano administrador. Michel Foucault llevó sus propias obsesiones
autodestructivas a instancias públicas, llegó a ver en Mayo del 68 la
oportunidad de gestación de una nueva sociedad (que siempre parece ser la
misma: sin burguesía. Vaya obsesión burguesa). Y vio el poder como el propio
fin. Hasta llegar a identificarlo con la propia muerte. Lilla señala, desde la
revisión del estudio biográfico de James Miller The
Passion of Michel Foucault (Simon & Schuster), la atracción por
el suicidio del autor de Historia de la locura en la época
clásica, y quizás el vinculo de tal atracción al justificar las
dictaduras. Tal vez las consideraba experiencias límites. Como su propia vida
en la que, ya contagiado de sida se burlaba del "sexo seguro" y se
dice que repetía "Morir por el amor de los muchachos, ¿hay acaso algo más
bello?".
Mark
Lilla deja para su ensayo final al francés Jacques Derrida. El filósofo de la
deconstrucción (otro nihilismo). El filósofo que desintegra todos los cimientos
de la cultura occidental. Lilla señala la imposibilidad de juzgar, de reconocer
verdad cuando todo es una construcción arbitraria del lenguaje que puede ser
desmontada, desarticulada hasta dar con la nada. Lo que hace aún más extraño
este caso es la cercanía de Derrida al marxismo aun considerando sus teorías
económicas una tontería: será su capacidad para generar "ansias mesiánicas".
Y acá nos encontramos de nuevo con la temeridad de estos pensadores. Con la
expulsión de toda moderación al pensar el mundo. Con la radicalización de una
idea que conduce a la aniquilación de la humanidad en nombre de un estadio
primigenio, originario, que paradójicamente, es futuro. Pensadores teleológicos.
Pensadores indolentes. Pensadores dispuestos a perder.
El
tirano aquí dentro
La
nostalgia por la totalidad, por la instancia superior que todo lo contiene, que
todo lo resuelve, que detiene el tiempo y conjuga los contrarios, es anhelada
por estos pensadores que ven en los políticos mesiánicos la encarnación de una
idea (logos tangible, articulado, material), la posibilidad de la perfección, la concentración de la verdad ulterior
que llevará a la humanidad a un estadio superior dejando atrás la prehistoria
del hombre en conflicto con la naturaleza, con Dios, y consigo mismo. Ante tal
promesa, la muerte de uno o millones de seres humanos es un costo írrito, acaso
necesario, para el fin de la Historia. Pensadores
temerarios da cuenta del itinerario filosófico que llevó a mentes
brillantes a apoyar, seguir y defender a los más brutales dictadores e ideologías
mortales de la Europa del siglo XX.
La
filosofía de estos intelectuales se desparrama por toda la sociedad, y penetra
en ella, contagia a los más estúpidos con la rapidez y facilidad de una gripe,
y a los más lúcidos con la autocomplacencia del sadomasoquista, y es entonces
cuando las más recónditas instancias tribales despiertan de un letargo que la
civilización siempre subestima. La seguridad del colectivo sobre la libertad
del individuo. Y los pensadores temerarios en éxtasis mientras las masas
abyectas, enloquecidas, con los ojos vidriosos y bovinos, corean consignas que
ellos han procurado. El pensador temerario quiere aniquilar el pensamiento, por
lo tanto al hombre. [El final de todo, que "satisface" la envidia y
"mitiga" el resentimiento, en menos de un año, por ejemplo en
Camboya, acabó con tres cuartas partes de la población. Pol Pot, el comunista
tan bien educado en Francia, sí que realizó el sueño de la igualdad]. Este
esclarecedor conjunto de ensayos es una advertencia gratificadora,
intelectualmente ejemplar, y de una capacidad crítica admirable, y por eso las últimas
palabras con que Lilla cierra el epílogo, "Aquí: aquí dentro", donde
cada quien lleva un dictador en su fuero interno, y mantenerlo bajo vigilancia
es la tarea, un ejercicio cotidiano por domeñar al monstruo, prohibir que se
desboque, domesticar no el mundo, sino al tirano temerario agazapado en el espíritu
humano y que cada tanto pide salir y acelerar el final.
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