La vida en una caja de cerillas
Bledi Terziu repite, mientras narra la
historia de su fracaso y perdición, que el año que separa la era moderna de la
antigua en la historia de Albania es 1990. Lo dice a chanza pero con mucha
seriedad. A la caída del bloque soviético la sociedad albanesa estiró los
brazos, las piernas, y comenzó a descansar del agobio de la Sigurimi (la policía
política del Estado) y se libraba de la prisión asfixiante de una ideología que
encarnada en un hombre, Enver Hoxha, hizo de los individuos cerillas
encarceladas en cajetillas. Nunca encendieron mientras el delirante, criminal,
aberrante y ruin comunismo no sucumbió a su propia vesania, cinco años después
del fallecimiento del líder del Partido del Trabajo.
La historia de una de esas varillas es la
que narra el albanés Fatos Kongoli en La vida en una
caja de cerillas (Siruela, 2010). Narrada en dos instancias, el
presente de una Albania que ve llegar —sin estar preparada para el cambio que
ha sido abrupto— las maneras liberales y la economía de mercado luego de la
experiencia de uno de los regímenes comunistas más paranoicos de Europa, y la
"antigua" Albania, la de la niñez y juventud de Bledi: gris,
vigilada, triste, mínima, reducida, aislada, amenazada y atemorizada. Aquella,
en tercera persona, como si el narrador no pudiese acercarse lo suficiente a
Bledi, deja que este diga de tanto en tanto lo que piensa; esta, la
"antigua", en primera, como si esa voz inmediata fuese la única que
pudiese dar cuenta de la experiencia de forjar carácter, desarrollar una
educación sentimental, mientras la familia de cuatro miembros vive en una casa
con un cuarto, un baño y una cocina-sala que sirve de dormitorio en no más de
cuarenta metros cuadrados. Una caja de fósforos. Como la propia Albania de
Hoxha.
Sin responsabilidad no hay culpa
Bledi es un hombre venido a menos, su mujer
Veronika, exitosa entrevistadora para la televisión, lo ha abandonado, ha sido
despedido del periódico en el que colaboraba luego de una riña con el director,
ahora, heredado el inmueble en el que vive una vez restituidas las leyes de la
sensatez, se dedica a beber, a mantener una relación con una mesonera del bar
al que le alquila el local de la planta baja, y a discutir con las fotos de
Veronika regadas por toda la casa. A embriagarse de pena y soledad en medio de
una libertad recién estrenada que no sabe cómo habitarla. Bledi es la suma de
muchos fracasos; es la personalización de un fracaso mayor: la Albania
comunista.
Pero Bledi no es solo un despechado. A
Bledi la vida le dará un vuelco una vez más: por accidente, una joven gitana
fallece en su apartamento [no revelo nada que no se sepa en las páginas
iniciales, incluso en la contraportada ya está señalado este hecho]. Qué hacer
con el cuerpo y con esta situación es lo que dará motivo a la narración
dostoievskiana que desarrolla Kongoli con una prosa febril, a ratos burlona
(con constantes apelaciones al lector) y a ratos profundamente psicológica, y
que tiene los elementos de la novela negra pero que no es tal. Bledi es un Raskólnikov
en la Albania poscomunista, una sociedad que parece haber perdido los
referentes de la maldad, de la bondad. ¿Qué hacer con la culpa, si es que
realmente la siente? ¿Ante quién o ante cuál institución paliarla? ¿Ir a la
policía? ¿Delatarse como homicida? ¿Explicarle al inspector Sabit Kurti que fue
él mismo quien dio muerte y desaparición a la joven gitana? La necesidad de
contar lo sucedido llevará a Bledi a retomar el oficio periodístico y ofrecerle
al diario Época una serie de crónicas que
sigan los pasos de la investigación sobre la muerte de la gitana. Es necesidad
de contar, no de confesar. Ya el
delirio asoma en el horizonte de Bledi. Y ese horizonte se remonta a los años
de la locura roja.
La indolencia en libertad
Fatos Kongoli, avezado periodista,
redactor editorial y matemático de formación, no da alegatos en contra o a
favor de los años opresivos de Hoxha, deja que los personajes desde sus
decisiones, diálogos, pensamientos, acciones, construyan un mapa psicológico
que a su vez es consecuencia de la asfixiante presencia del Estado en todos los
órdenes sociales, de la agobiante ideologización de la vida. No hay vida
privada ni íntima en el comunismo, no puede haberla, es contraria a los
engranajes lógicos que se ponen en marcha cuando la idiotez y la maldad se
formalizan como poder que estructura la vida en función de una quimera que no
es más ni menos que el intento por satisfacer lo que no puede ser satisfecho:
el resentimiento.
Las relaciones entre los personajes estarán
impregnadas de la ideología omnipresente —Kongoli lo vivió y subyace entre líneas,
latente y magistralmente solapado— no se puede escapar de ello, aun cuando las
emociones y sentimientos afloren, estos estarán oxidados por aquella: los
primeros escarceos sexuales, el cariño entre padres e hijos, las relaciones
familiares, las amistades, la relación con los bienes materiales y la posesión
de ellos en una sociedad que desconoce la propiedad, los encuentros casuales,
todo estará bajo sospecha, cualquier gesto, ademán, palabra, será registrado, y
la disonancia, la diferencia, traición. Vigilados por los propios ojos de los
actores. En una sociedad controlada desde un poder omnímodo, las personas pasan
a ser actores de esa gran puesta en escena estatal, hasta desdibujarse la
propia personalidad. Quizás por eso, luego de que la utilería ideológica se
viene abajo es muy difícil saberse, pensarse, ser sí mismo,
ahí, la locura está a la orden. Los personajes de Kongoli sufrirán esa
metamorfosis con la caída del comunismo. La libertad sienta mal donde nunca ha
sido hábito: frivolidad, corrupción, soledad, dolor, desorientación,
sinsentido, derroche, indolencia. Bledi es un personaje sacudido por los
vendavales del cambio, siempre bordeando la demencia.
Según datos del propio Estado albanés
durante la dictadura de Hoxha más de cinco mil personas fueron ejecutadas, unos
veinte mil condenados a trabajos forzados [no hubo necesidad de una norma
9855], quince mil fueron encarceladas por razones políticas, las cifras de víctimas
del sueño igualitario rondan las cien mil.
La emigración al país vecino Grecia, cuando el sistema se derrumbaba,
fue dramática. La miseria hizo de Albania uno de los países más paupérrimos de
la región, eso sí, con centenares de miles de refugios para bombardeos del
enemigo occidental que nunca se dieron y que funcionaron durante la insania del
profesor Hoxha como retretes, urinarios, burdeles de paso, luego, cuando la
revolución comunista se concentró en un museo-mausoleo (fin de todas las
revoluciones comunistas) se convirtieron en tiendas de diseño, restaurantes de
moda, o materos públicos. Fatos Kongoli, entre lo trágico y lo humorístico, da
cuenta de una Tirana que se siente en sus personajes, la capital albanesa pasó de
la grisura opresiva a los colores vistosos de la sociedad liberal, fiestera,
descreída y que peligra en la nostalgia por otra criminalmente igualitaria en
la que los poderosos vivían en urbanizaciones cerradas con todos los lujos y el
resto entre miserias. ¿Cómo podría sentir culpa Bledi cuando el propio pasado
se ordenaba en la desaparición sistemática de los seres humanos?
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