Limónov
Las revoluciones crean sus propios
monstruos de la misma manera en que el doctor Frankenstein le dio vida al suyo:
retazos de cadáveres que una vez reunidos toman vida y se encuentran en un
mundo al que pertenecen y son ajenos al mismo tiempo. Eduard Savienko tiene tan
solo diez años cuando uno de los hombres más crueles de la humanidad aporta su
propio cadáver a esta creación rusa, Stalin fallece en 1953 y con él, el
deslave soviético se anuncia. Diez años de vida en la Unión Soviética son
suficientes para saber qué significa el sufrimiento. La madre de Eduard, cuando
este era tan solo un recién nacido, le dijo "La verdad, no lo olvides
nunca, mi pequeño Édichka, es que los hombres son unos cobardes, unos canallas,
y que te matarán si no estás preparado para matar primero". El pequeño
Eduard escuchó con claridad. El resto de su vida sería una tensión permanente
entre vivir o dejarse matar. Que supieran que él estaba dispuesto a matar.
Limónov (Anagrama, 2013), de Emmanuel Carrère, es un libro documental que se
lee como una novela, y al igual que el propio personaje que aborda, es un
monstruo en el sentido de lo maravilloso que resulta en su conjunto: biografía,
narrativa, ensayo, testimonio, historia, crónica periodística, autobiografía,
memorias. Es una antieducación sentimental. Es la historia de quien quiere
convertirse en un hombre. Es la historia de Rusia desde el final de la Segunda
Guerra Mundial hasta el reinado del exKGB y extaxista ilegal, Putin. La
historia de la segunda mitad del siglo XX y principios del siglo XXI (al que
todavía Venezuela no ha entrado). Es la historia también de las ruindades de
los últimos tiempos, y sus hijos que las encarnan. Cabe el chiste húngaro en el
que dos hombres conversan y uno pregunta "¿Hay algo peor que el
comunismo?" y el otro contesta "Sí, lo que viene después".
Eduard Limónov es precisamente eso, "lo que viene después".
Con una prosa seca, áspera y sobria —y
también por momentos resbaladiza— el escritor francés de origen ruso compone la
historia de este atractivo y fascinante matón infantil e imbécil, y lo hace con
tanta prolijidad, autenticidad y detalle, que el lector debe resguardar su pudor
para no dejarse agarrar por la indulgencia. Porque es garra lo que muestra Limónov
al mundo, una garra ansiosa por rasgar la vida y dejar heridas. Las mismas
heridas que no cicatrizarán nunca en el alma de Limónov, las del resentimiento
insobornable de la decepción paterna. Porque siempre es personal. Las historias
de las revoluciones no serían tales sin el trauma personal, infantil,
adolescente, que condena al mundo a la hoguera por una decepción familiar, un
rechazo amoroso, un fracaso mínimo, una pequeña humillación, una frustración
trivial, y el mundo arderá porque tiene que arder. Las ideologías son el
detonante —y la sistematización— de las más oscuras y abyectas ruindades de los
hombres. Carrère parece ver en Limónov la encarnación del resentimiento. Y esa
carne, la piel de este estúpido e intrépido antihéroe se complementa con un
alma de azogue: espejea deformando al mundo, o solo lo refleja así, deforme. En
él se ven todos los que lo rodean, también el autor y el lector.
Limónov nace en Járkov, hijo de
ucranianos. Su padre fue agente de la Checa, la GPU, la NKVD, la KGB, la FSB, como quiera se llame la
policía estatal. Un funcionario gris, apuntador de nombres, cuidador de listas
de condenados a los campos de concentración. Limónov lo admirará para luego en
la adolescencia detestarlo, su padre nunca estuvo en el frente de batalla
aunque portase arma y llevase botas altas. Su madre, hija de un funcionario
también gris y corrupto que dirigió un restaurante soviético, despedido por
malversación de fondos, es una mujer avergonzada de su pasado y presente
familiar: le sacará en cara al marido cada vez que pueda que no es un hombre
porque no luchó en la Gran Guerra Patriótica (léase II Guerra Mundial) pero
orgullosa de haber dado a luz a Eduard, hijo de la victoria, de la libertad que
el pueblo ruso defendió ante el nazismo. Esa grandeza
no abandonará a Limónov nunca. La ambición de gloria, fama y reconocimiento será
la condena y el aliciente de este chisgarabís que lleva una facha destroy como si de un rockstar
se tratase y que intenta hacer la revolución hoy, en Rusia, sin importarle —en
todo caso orgulloso— que la otrora potencia soviética cavó fosas comunes para
cadáveres que cubrirían el Ávila sin dejar rastros de verdor.
La nostalgia estalinista, la creencia de
que Rusia está llamada a ser la potencia que contrarreste los vicios de
Occidente, lleva a pensar que el imperio soviético ha tenido que sobrevivir, y
Limónov se pasará la vida en ello. Funda una organización política: el Partido
Nacional Bolchevique, una fuerza leninista y fascista, que por fin acepta a su
primo hermano ideológico sin complejos, para enfrentar a quienes traicionaron
la grandeza soviética. Pero para que la creación de ese partido sea una
realidad Limónov ha debido convertirse en un hombre, ha debido alcanzar la fama
y la gloria, ha debido exiliarse y volver a Rusia como un héroe. Nada más
adolescente que querer convertirse en un hombre.
Limónov es el reverso del príncipe
Mishkin, el personaje de Dostoyevski, aunque puede sentir piedad —por los
desventurados más miserables de la tierra, por criminales comunes, por asesinos
condenados a cadena perpetua, y por el pobre pueblo ruso— lo que lo mueve es el
resentimiento. De ser un delincuente común en su natal Járkov, llegará a Moscú para
codearse con la intelectualidad underground,
se sabrá poeta —como muchos en Rusia. Maleantes pueden reconocer en la poesía
del joven Eduard, las influencias de Blok, Mandelstam, etc.— odiará profundamente
a Solzhenitsyn y a Brodsky —pasado, presente y futuro inmediato de las letras
rusas— porque la atención y el reconocimiento se le deben es a él y no a otro.
Se irá de Rusia creyendo no volver jamás. Llega a Nueva York tomado de la mano
de una hermosa mujer, que pretenderá la vida de una supermodelo, le abandonará;
mientras, Eduard se despecha dejándose follar por negros en los parques públicos
de la Gran Manzana; y aparecerá Natasha, el amor sufriente de Eduard, una
cantante que ha podido tener una carrera decente, y terminará siendo una ninfómana
alcoholizada; llega a ser un personaje exótico en el jet
set de Manhattan, se acuesta con quien cree ser una ricachona y no
es más que la criada de un multimillonario, que a su vez lo contratará como
mayordomo; Limónov los odia a todos; escribirá estas vivencias que serán
rechazadas en varias editoriales hasta que un editor francés las publique con
el título El poeta ruso los prefiere negrazos,
que tendrá un éxito notable en Francia. Partirá a París donde conocerá el
mundillo literario, escribirá otros libros exitosos y al parecer muestras de un
talento literario especial, pero él es un hombre de acción, quiere guerra, ama
la guerra, y llegará a los Balcanes, tomará partido por los serbios y será amigo
de Radovan Karadzić y Ratko Mladić, genocidas condenados; volverá a Rusia,
visitará a sus padres, viejos y grises como esperaba. Y encontrará su patria
tomada por las nuevas fuerzas oligarcas, militares corruptos, gamberros
convertidos en políticos ricachones de la noche a la mañana, aquellos que no eligieron
"entre una transición ideal hacia la economía de mercado y una transición
criminalizada. La elección era entre una transición criminalizada y la guerra
civil". Limónov luchará por la patria grande. Será opositor de Putin,
quien también es una de las caras de "lo que viene después". ¡Ay, Limónov,
cómo sufre tu rabia ridícula y juvenil!
Este personaje, este libro —a quienes
siento profunda y talentosamente engañosos—, no podrían ser una realidad sin la
grotesca puesta en escena de la retorcida pretensión socialista-comunista. Emmanuel Carrère cita a un historiador llamado
Martin Malia al intentar explicarse qué hace el totalitarismo con las
sociedades que caen subyugados a su embrujo: "El socialismo integral no es
un ataque a los abusos del capitalismo, sino contra la realidad. Es una
tentativa de abolir el mundo real, un intento condenado a largo plazo, pero que
durante un determinado período consigue crear un mundo definido por esta
paradoja: la ineficacia, la penuria y la violencia se presentan como el bien
supremo". A pesar de todos los Limónov y de las consignas tipo "¡Stalin,
Beria, Gulag!", que se escuchan en las calles moscovitas cuando Carrèrre
comienza a narrar esta historia, Solzhenitsyn siempre tuvo razón y la tendrá una
y otra vez: en cuanto se empiece a decir la verdad todo se derrumbará.
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