Bajo el techo que se desmorona
Laza
Jovanović se convirtió en el propietario del hotel más lujoso de Yugoslavia.
Laza era zapatero. En una operación comercial se hizo de una fortuna
considerable y compró una taberna en Kraljevo llamada "El arado". El
negocio que lo hizo rico exigió de él un esfuerzo en el que paciencia,
disciplina, tenacidad y sentido de la
oportunidad se conjugasen. Compró a precios irrisorios un montón de botas de
guerra, las reparó, pulió, y las hizo de nuevo utilizables. El detalle es que
la gran mayoría de las botas no tenían su par. Pero Laza pensó en los soldados
de la recién terminada Primera Guerra Mundial, lisiados que tendrían que pagar
por dos zapatos cuando podrían hacerlo solo por uno. Sobre aquella taberna
construyó el Hotel Jugoslavija en 1932. Y dentro de él se encontraba la sala de
cine más lujosa y popular de Kraljevo.
Esta
es solo una parte de la historia. Los inicios. En algún momento de la novela la
narración se irá incluso mucho más atrás, hasta los tiempos del sultán Abdul
Hamid II a principios del siglo pasado, cuando el nuevo propietario del cine,
Rudi Prohaska, de niño, viajaba junto a su abuelo por el mundo proyectando películas
en ferias para sorprender a todos, incluso a los sultanes: La
salida de los obreros de la fábrica, La
llegada del tren a la estación, entre otras. Pero esa es otra de las
historias que en Bajo el techo que se desmorona
(Sexto piso, 2014) del escritor serbio Goran Petrović, se narra para sumarse a
la construcción de una novela que se concentra apoteósicamente en una sala de
cine un día muy especial.
Petrović
recorre el siglo XX yugoslavo sin salir de una sala de cine. Y lo recorre desde
cada personaje que está sentado en las butacas de la sala Sutjesca, y luego de
la nacionalización hecha por los comunistas sala Uranija. Al rompimiento del
cordón umbilical de Yugoslavia con la Unión Soviética, el cine comenzó a
proyectar películas que llegaban de Occidente, hasta algunas porno suaves que
sonrojaban a sus espectadores. En esa sala, de treinta puestos, se reunían los
más variopintos personajes que podrían surgir de las distorsiones sociales de
una dictadura comunista, cuyo pragmatismo hizo que el manejo de la economía
fuese una rara avis del bloque rojo. El
narrador los va presentando para el lector por filas. Goran Petrović combina el
humor con la instancia metafísica, hay una filosofía socarrona resumida en cada
personaje, en cada situación, y por más dramática, miserable y triste que la
describa, siempre habrá un dejo de ternura que conmueve, que sensibiliza al
lector de cara a unos personajes que les ha tocado vivir, para su desgracia, la
locura totalitaria.
Personajes
de novela
En
un extremo de la primera fila se podía ver a Avramović, viejo funcionario
comunista que constantemente levantaba la mano derecha por impulso (como un Dr.
Strangelove comunista), un tic que lo convirtió en un político descollante, por
su capacidad inmediata de respuesta aunque no hubiese nada que aprobar, es solo
la socialista costumbre de no pensar y levantar el brazo en señal de acuerdo
cuando participaba en los congresos de la Liga Comunista; el médico Marković Grof
le preguntó en el consultorio si se había agachado demasiado o repetidamente
porque podría ser un problema en la columna, a lo que aquel respondió sacando
el pecho "Yo jamás me agacho". Y decidió no seguir tratamiento médico
alguno, con tal "¿Qué mal podría ocurrirle? Uno no se muere por levantar
el brazo. Al contrario, como se podía comprobar, él vivía muy bien levantándolo."
En otra fila se podía ver y escuchar a dos romaníes o gitanos que
constantemente hablaban, y es que uno de ellos es analfabeta, Gagui y el otro
no tanto, Dragan, así que este le relataba la película que se proyectaba según
lo poco que entendía de los subtítulos, el resto se lo inventaba, pero hay un
personaje en la fila anterior que los escuchaba, el profesor Đorđević que
estallaba de indignación ante las mentiras que estos dos rumiaban. En otras
filas, las más lejanas a la pantalla, los enamorados se toqueteaban y
besuqueaban, la Ćirić y el Uskoković, mientras, el voyeur
que no puede contenerse de mirar desde que, cuando era un jovencito, la maestra
de la escuela dejaba caer un bolígrafo al suelo para que cualquier alumno se
agachara a recogerlo y pudiese ver su entrepierna, hace lo propio; también se
encontraba Vrezinac, un negociante de cualquier cosa, llevaba espectadores
rusos al cine cuando se proyectaban películas eróticas suecas, era tal la afición
por ver aquellos cuerpos desnudos que toda la ciudad sabía que los rusos habían
llegado o estaban por llegar al ver la cartelera: "Algunos [rusos] miraban
pasmados a las chicas desnudas del cartel. Otros se ponían rojos (...) muchos
se quitaban de su solapa la insignia con la efigie de Lenin". Y también el
señor Momirovac, un observador penetrante de todo lo que lo rodea, un hombre
serio "tal vez porque sabía lo bajo que un hombre puede llegar a
caer", un jurista defensor de los "culpables", quizás el único
de esa sala que abiertamente rechazaba la dictadura del mariscal. Lazar Lj.
Momirovac solo reía del noticiero fílmico en el que se podían ver las
bienvenidas y despedidas del presidente: "Josip Broz Tito viajaba como
pocos gobernantes en el mundo, todo el tiempo lo llevaban al aeropuerto o lo
traían de él, arrellanado en su limusina descapotada (...)" para el
jurista, Tito, tenía un equipo que le indicaba en todo momento qué estaba
ocurriendo: "—Camarada Tito, según nuestros informes, usted ahora se está yendo...
o —Camarada Tito, todos los análisis dicen que ahora está regresando".
Personajes fascinantes cuyas historias se van sumando a este mundo novelesco
que los reúne en la oscuridad de una sala de cine. Entre ellos, hasta un loro
cuyo dueño le da el nombre de "Democracia". Pero este loro nunca ha
repetido palabra alguna, ni siquiera su propio nombre, un loro afásico, quizá como
la propia nación multiétnica yugoslava bajo la bota del titismo.
La
función ha terminado
Goran
Petrović va pasando revista de cada espectador como si fuese el legendario y
ahora descreído acomodador Simonivić, en la oscura sala de cine que se
convierte en microcosmos de una sociedad amalgamada por el Estado encarnado en
un hombre, por el tiempo de la vida que transcurre a su ritmo, como si el
tiempo individual se hubiese endilgado al mariscal y ni siquiera ese otro
tiempo maravilloso del cine estuviese libre de él. El propio operador de la
sala, Švabić "el Montaje" como le decían por su eterno proyecto de
editar una película de ocho horas con los retazos de otras (un hegeliano donde
los haya) no escapaba de ese tiempo secuestrado por un hombre. Porque este cine
cuyo techo se desconcha como si el cielo se estuviese desmoronando, un techo
que tiene pintado un fresco de estrellas y constelaciones, una belleza a la que
solo le han quitado las telarañas un par de veces en varias décadas, anuncia
otra caída: la proyección se detiene, la pantalla se queda en blanco, el
acomodador no está, ya cansado y decepcionado de tanto irrespeto al cine y su
figura, cuando una mujer, la cuidadora del baño del hotel contiguo, Madame Pipí,
irrumpe en la sala y anuncia una muerte en plena proyección: "—Camaradas ¡ha
muerto nuestro camarada Tito, el mariscal y el presidente de la República Federal
Socialista de Yugoslavia!". 4 de marzo de 1980. La función ha terminado.
Silencio sepulcral, solo el sonido de las butacas cuando los espectadores se
levantan de ella. El país entraba en un funeral del que no saldría nunca. Una
muerte que conllevaría la destrucción de una geografía cuya tranquilidad es tan
frágil como un vidrio resquebrajado que se mantiene unido porque no hay más
remedio. Un dato: Tito y su esposa Jovanka Broz llevaron una vida fastuosa, su
amistad con estrellas de cine como Sophia Loren o Elizabeth Taylor no es un
secreto.
Bajo el techo que se desmorona es una novela de personajes, hilarante,
de una imaginación ubérrima, filosa, compleja en su estructura, un constructo
literario que en su aparente divertimento contiene en sus límites lo que podría
desbordarse: la locura. La tensión que se acumula de a poco (y produce en el
lector una media sonrisa) mientras se lee la historia del cine Sutjeska y de
todos aquellos que lo visitaban (que son muchas historias a la vez), tiene su válvula
de escape en la lucidez encantadora de un estilo deudor de García Márquez, y en
unas cotas estilísticas que hacen de esta tragedia, la dictadura comunista que
erige a un hombre como su todo, un teatro del mundo donde lo abyecto fagocita
cualquier rastro de humanidad y si no lo consume, lo desdibuja, y el escritor,
compasivo, lo enternece como despidiéndose de la cordura de un siglo que acabó con
ella.
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