La muerte del adversario
"Como B. llegue al poder, ¡que Dios
se apiade de nosotros! Lo que nos espera...". Un niño escucha esta línea
de boca de sus padres y es quien narrará la historia de sí mismo cuando ya es
adulto, y la de su enemigo. Será la historia del odio. El miedo se instalará en
el corazón del pequeño y desde entonces sabrá que hay alguien cuya enemistad es
fatal. Alguien que llegado al poder lo aniquilará. Enfrentarse al enemigo
redundará en el forjamiento del carácter de este niño que se hará hombre desde
el mismo momento en que reconoce que el odio se personifica en aquel a quien la
sociedad ha decidido, emborrachada por su voz, convertir en redentor de las
propias frustraciones.
El escritor (poeta, ensayista y narrador)
y psicoanalista alemán Hans Keilson escribió La muerte
del adversario (minúscula, 2010) en el transcurso del año 1940,
exiliado en Holanda, y el borrador fue enterrado en el jardín de su casa hasta
que la guerra había acabado y pudo terminarlo y publicarlo. Hasta Holanda fue
su enemigo a buscarlo. Echando mano del recurso —en este caso tanto real como
ficticio— del manuscrito escondido y hallado, se narra la historia del ascenso
al poder y el descenso moral de dos adversarios; historia que encierra a toda
una nación en el delirio de la maldad. Al niño que escucha aquella advertencia
del padre mientras conversaba con su madre en la cocina, se le abrirá una
herida que solo podrá cicatrizar con la muerte del enemigo que lo amenaza (y
que amenaza a un nosotros identificable). Y
será tal el odio mutuo entre quienes ni siquiera se conocen, que tanto la vida
de este narrador y testigo, como la de su enemigo y la nación en la que
despliegan su encono, conformará el tejido social en y desde la animadversión más
profunda, entusiasta y criminal. Keilson ha escrito una gramática del odio.
La aniquilación como orden
La muerte del
adversario narra
en primera persona la constitución de la aversión como orden de vida. La relación
que norma las acciones y los pensamientos de un individuo, que bajo la amenaza
de un poder que ve crecer desde las fondas más inmundas de la provincia de esta
nación innombrada, es la de la aniquilación, la del encuentro fatal, la del
conflicto último, la solución final: la muerte. Que no se dará si no en la
imaginación, porque la identificación se ha extremado al punto de que el
asesinato de su enemigo es suicida; así que reflexionará y dudará acerca de si
quitarle la vida al enemigo no es extinguir el sentido de la propia. Fascinación
por la naturaleza asesina del agresor. El odio quizá sea una forma de amar lo
peor de nosotros mismos, comenta el narrador.
Esa tensión irreductible se desparrama
por toda la sociedad y así, el enemigo sumará aliados, admiradores, fanáticos,
afectos, que verán en él un amigo de voz emética y poderosa, y a sí mismos. En
un pasaje en el que se anuncia el paso del enemigo por una calle en la que una
muchedumbre lo espera para adorarlo, el narrador se detiene a observar a
quienes lo rodean: "Yo me quedé donde estaba, dudando aún, mientras
observaba los rostros de la gente a mi alrededor, que había acudido allí para
contribuir a su victoria. Para ellos existía realmente, en sus rostros se veía
con claridad que no albergaban duda alguna sobre su existencia. Los observé y
cuanto más los miraba, más me daba cuenta de que también aquello era una
impostura. Era una ilusión lo mismo que una impostura, tal como me pasaba a mí.
Todo lo que se podía leer en sus caras, la ufana adulación, la excitación y el
fervor por lo que se avecinaba, no tenía nada que ver con el acontecimiento que
habían acudido a presenciar y por el que estaban allí. Era previo a este, lo
creaba y lo conformaba tal como esperaban que fuera. Ellos eran los autores de
todo aquello, la lascivia y una incierta codicia ponían color en sus mejillas y
en sus labios con el placer por la consumación de algo que tenía su origen en
ellos mismos. Habían acudido allí por voluntad propia y no por los demás,
convencidos de estar arrimándose al calor de una lumbre que ellos mismos habían
atizado (...) eran sus propios sentimientos e ideas, y no se daban cuenta (...)
habían creado su propia realidad". No hay que subestimar a la muchedumbre
enteca, feraz de resentimiento, ávida de convertirse en cipayo de un hechicero
verbal.
Engranajes de odio
Cada gesto, palabra, objeto, lugar, estará
en función del odio entre estos adversarios. Los engranajes del odio son los de
la propia estructura de la novela. Keilson ha escrito un libro subyugante,
inquietante, que cuestiona la moral y la ética resquebrajada del siglo XX y
acomodaticia, blanda y juvenil de lo que va del XXI, de cuya lectura nadie sale
indemne a menos que por espíritu tenga un lupanar: el odio desborda las
palabras, y sin embargo, es un artefacto literario hermoso, cuya perfección y
hondura mitiga el contagioso espíritu flamígero de sus páginas. La indignación
ante la crueldad de los hechos narrados entrecorta la respiración: la historia
de una aventura en la que un grupo de amigos del enemigo del narrador van a un
cementerio en el que "se le dará muerte a los muertos" exige coraje.
El odio que permea como aceite sobre un mantel y absorbido, deja la mácula de
la ignominia en los entresijos del alma, cohesiona toda la historia. El
narrador nunca pierde de vista a su enemigo, este puede encarnarse en
cualquiera. Siempre es un cualquiera. Ese enemigo es un hombre mediocre,
estulto, acomplejado, mínimo, no es un ser excepcional. Lo serán sus actos. La única
habilidad proviene de su voz. Un amigo del narrador, un amigo de juventud, quizás
el único que ha podido hacer hasta descubrir el afecto por el enemigo, le dice:
"Lo vi hace tiempo y me dejó fascinado. Lo oí hablar y me cautivó. Creo
que en ese momento se convirtió en mi amigo. Le entrego mi vida". Tal
idiotez, que convierte a un individuo y a una sociedad en un estafermo, será uno
de los misterios más complejos que sociólogos, filósofos, historiadores, psicólogos,
pensadores de distintas disciplinas intentarán descifrar por los siglos de los
siglos. ¿Cómo el parloteo ruin, grotesco, mefítico, vulgar, procaz, copioso en
promesas imposibles cala tan hondo en el alma humana? Quizás, la soberbia y la
vanidad le abran las puertas del afecto a un extraño que no es más que un par,
abrazándose a sí mismo.
B. llegó al poder. Embrujó a una nación
que se vio frente a un espejo y por poco aniquila a todo un pueblo. E hizo de su víctima una dependencia vital y
mortal que de alguna manera se unió a él por siempre. Hans Keilson, en La muerte del adversario, no nombra nunca a ese
enemigo, —aquel que hizo del odio razón de Estado—, no lo pone en boca de su narrador,
no señala país, ciudad, ni tiempo, pero el lector no necesita ser perspicaz
para identificar a los aludidos. Ese enemigo es universal, y cada tanto encarna
para sufrimiento de muchos. Pero como escribe el narrador: "Caerá, como
cae un muerto, una rama podrida, desnuda y reseca que el torrente arrastra
hacia el abismo, o una piedra, fría e inmunizada por su dureza contra las
heridas de su caída a través de la noche oscura, sin ningún rastro luminoso que
encienda antorchas en el recuerdo (...) así será su muerte, miserable y estéril
(...)". Dios no se apiadó en aquel entonces. Que se apiade de nosotros.
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