Los náufragos del Batavia
Jeronimus Cornelisz es un hombre de unos
treinta años que llega a la embarcación del Batavia contratado por la VOC (Verenigde Oostindischeb Compagnie), la
siglas para la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, la más poderosa
organización comercial del mundo en el siglo XVII. Podría ser considerada un
Estado dentro del Estado por su fuerza económica y política. El joven de
precaria instrucción, timorato y temeroso al agua, había sido boticario y
estaba relacionado al pintor Torrentius, quien fue detenido, torturado y
condenado por hereje. Así que quizás su llegada a la embarcación más imponente
de la época, para echarse a la mar, tenía motivos que iban más allá del trabajo
o la aventura marinera.
El barco cubriría la ruta hasta Java, al
norte de Australia, desde donde comerciaban especias. La travesía podía durar
hasta ocho meses si la mar y los vientos la hacían amable; son quince mil
millas marinas. La tripulación era de unos trescientos hombres (y algunas
mujeres y niños). El Batavia no llegaría a su destino. En 1629 la embarcación,
encallada en un arrecife en las costas australianas cuyas garras despedazarían
toda la nave, expulsaría a los sobrevivientes a unos islotes cercanos que
llevarían el nombre de Isla del Cementerio, Isla de los Traidores e Islas de
las Focas. Ese pequeño archipiélago de tierra y coral pulverizado sería
suficiente para hacer posible un infierno rodeado de agua por todas partes.
Simon Leys, seudónimo de Pierre Ryckmans,
es un estudioso de la cultura china. Se dedica a dar clases de literatura china
en Australia. Ha publicado en Acantilado varios de sus libros. Los náufragos del «Batavia» (Acantilado, 2011) es
un texto breve producto de una ambición que nunca satisfizo. El lector tiene en
sus manos también el libro que nunca escribió su autor. Una suerte de pecio de
un naufragio literario. Leys, por décadas, recabó información sobre el
naufragio más famoso del siglo XVII, pero nunca concretó el proyecto. En
comparación, anota Leys, el hundimiento del Batavia vendría a ser la tragedia
del Titanic casi trescientos años antes. Al menos en dos puntos: para sus épocas
eran los navíos más imponentes y ambos se hundieron en el primer viaje antes de
llegar a sus destinos. Pero hay una diferencia sustancial que los distancia
hasta hacer estos hundimientos irreconciliables. Los sobrevivientes del Titanic
vivieron una tragedia que acabó una vez fueron rescatados. Los del Batavia no
habían pasado por lo peor durante el naufragio. Les esperaba la locura del
poder encarnada en un hombre zafio, un gaznápiro de mando medio, un tarugo con
ambición que llegó a sentirse complacido con el mando heredado, nombrándose a sí
mismo con cargos inexistentes y desatando un gobierno de miedo, sangre y muerte
irremediable.
Lealtad y degollamiento
No hay orden sin jerarquías. Y en una
aventura de este tipo la administración del mando y la obediencia suponen la
supervivencia de todos. Así que la estructura de subordinados es una clara
condición para llegar a puerto en una travesía de poco más de dos tercios de la
circunferencia del globo. Si esa estructura se agrieta la vida de todos corre
peligro. La administración de los recursos (agua dulce, comida, vestimenta,
herramientas, utensilios, medicina) debe estar bajo la supervisión de la
autoridad reconocida en tierra y respetada con disciplina en la mar. La cadena
de mando supone una sustitución de la autoridad durante la ausencia. Cuando el
Batavia se estrella contra los arrecifes de Houtman Albrolhos, la suerte estaba
echada. Sería cuestión de días para que la naturaleza hiciera lo propio. Al
mando de la tripulación se encontraba el sobrecargo Francisco Pelsaert, un
hombre de unos cuarenta años, culto, inteligente, representante de la VOC, de una salud frágil. Al mando de los
marineros estaba Ariaen Jacobz, un marino curtido, grosero, borracho, birriondo
y violento, anota Leys según testimonios que era un navegante mediocre. Ambos
habían tenido un altercado belicoso muchos años atrás en la India. El rencor
estaba anidado. Pero no sería peor que lo que anidaba en el pecho del
sobrecargo segundo: el joven exboticario Cornelisz. Quien por cierto ya había
ganado —con un verbo mefítico— para sí, una parte de la tripulación para
amotinarse y hacerse con el mando del Batavia, justo cuando naufraga la
embarcación. Tanto Pelsaert como Jacobz partirían con una pequeña tripulación a
buscar ayuda. Irían juntos porque no confiaban el uno en el otro.
La precisión, capacidad de síntesis, la
claridad del relato, hacen de esta historia una crónica tanto elegante como
aterradora; el estilo de Leys es sobrio, pulcro, no permite que sea invadido
por la adjetivación innecesaria, no permite que su lenguaje se asombre, esa
reacción la tendrá el lector, porque en la medida que el relato avanza en esta
travesía conradiana, se adentra en la oscuridad más ruin de la maldad: la
gratuidad del crimen. Los casi trescientos sobrevivientes que, por las órdenes
de Cornelisz, se dividirán en los islotes, serán aniquilados de la manera más
salvaje por los acólitos de este desalmado. Las mujeres serán tomadas para el
goce ruin de quienes estaban con él, quien organizaba violaciones colectivas
bajo amenaza de estrangulamientos. Quien no pudiese demostrar lealtad era
asesinado a machetazos, degollado, desangrado, estrangulado. "Si, al
comienzo, las primeras iniciativas de Cornelisz se habían correspondido con las
necesidades reales de la pequeña comunidad de los supervivientes, ahora, por el
contrario, sólo apuntaba a la consolidación de su poder personal, y en adelante
se antepondría este imperativo a cualquier otra consideración. Sus actuaciones
iban paulatinamente a hacerse cada vez más monstruosas, pero no eran en
absoluto irracionales: los inspiraba una lógica implacable, la del control
absoluto que tenía que mantener sobre todo su pequeño reino". La lógica
del poder cuando se identifica con el dominio echa a andar unos engranajes de
odio que corresponden a su fin ínsito: la destrucción. Se instaura un estado de
las cosas en el que había que matar antes de que otro matara. La gran pregunta
que recorre esta joya escrita por Leys es ¿qué conduce al ser humano a
desterrar toda instancia compasiva de sí? ¿A qué se debe que la razón misma de
la existencia sea el aniquilamiento cruel del prójimo aun cuando la muerte es
una sentencia inapelable debido a la falta de alimentos y agua potable? La
maldad parece brotar sin decoro de lo más profundo del ser humano para
instalarse como fin de toda acción, como si hubiese estado agazapada a la
espera del detonante justo para instaurar un reino de dolor y muerte. En este
caso fue suficiente la palabra de Cornelisz.
Coda: Spinoza naufraga
El título del libro señala a los náufragos
y no al naufragio. Es el hombre el que se ha hundido. Es el hombre el que,
desalmado, se ha estrellado contra los corales de la bajeza, la ruindad, y una
vez que echa a andar esos vesánicos impulsos el goce es indetenible. Cuenta
Leys que un joven cipayo de Cornelisz estaba ansioso porque le ordenaran
degollar a algún traidor, era tal su envilecimiento que hasta llegó a preocupar
al mandamás. Una vez desatada la mecánica del crimen la sociedad la convierte
en la norma.
Esa irreversibilidad de la lógica
destructiva juega en contra de quien la ha desencadenado. No hay escapatoria.
El exboticario pagaría su soberbia y ruindad de una manera que solo él podría
imaginar. En esta crónica se conjugan tres naufragios: un libro nunca escrito,
el destrozo mismo del Batavia, y el hundimiento del hombre en los abismos de la
maldad. Llama la atención que a tan solo tres años del naufragio nacería en
Holanda uno de los filósofos más importantes de Occidente. Baruch Spinoza
escribió Ética demostrada según el orden geométrico
en plena madurez y no vería el libro publicado en vida; lo sucedido en aquellos
islotes desafía cualquier entendimiento racional, no es descabellado pensar que
el filósofo maldito haya sabido de este naufragio y la matanza llevada a cabo
por Cornelisz cuando escribió "Por bien (bonum)
entiendo aquí todas las especies de placer y cualquier cosa que conduce a éste,
y más especialmente aquello que satisface nuestros fervientes deseos,
cualesquiera que sean. Por mal (malum)
entiendo todas las especies de dolor, y especialmente aquello que frustra
nuestros deseos". Uno de los náufragos del Batavia satisfizo sus deseos.
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