Amor y basura
Cuenta
Philip Roth que cuando podía visitar Praga a principios de los años setenta
para encontrarse con su amigo Ivan Klíma, este hacía de guía literario por una
ciudad en la que los escritores eran obreros, limpiadores de ventanas,
vendedores de cigarrillos, fregadores de suelos de edificios públicos y
operarios de grúa. A partir de 1976 las visitas se vieron forzadas a
convertirse en epistolares ya que los comunistas negaron la visa al escritor
norteamericano. A la caída del bloque soviético, Roth visita de nuevo
Checoslovaquia en 1990, y le sorprende que a tan solo tres meses del
desvanecimiento del paraíso rojo, las únicas colas que observa en Praga son
para comprar helados y para que lectores consigan la firma de autores cuyos
libros, ahora que la díscola libertad se abre paso naturalmente, comienzan a
publicarse.
Dos
revueltas que vistas desde la perspectiva histórica eran abrebocas de la caída
del Muro de Berlín y de las delirantes dictaduras comunistas en Europa: la
Primavera de Praga, movimiento que pretendía el deslinde de la Unión Soviética
y reformas políticas en 1968 fue sutilmente aplastado con tanques de amor
haciendo efectiva la tesis del "Estado-Guía" estalinista, e indignó a
defensores de la libertad; y por supuesto a muchos comunistas que a regañadientes
se vieron ante la disyuntiva de ser leales al legado del padrecito o leales al
comunismo soberano, vaya dilema. En 1989 la Revolución de Terciopelo,
movilizaciones pacíficas que terminaron con el hermosísimo régimen comunista.
Poco después, en tan solo tres años Checoslovaquia, luego de las elecciones de
1992 y de 74 años de existencia, se dividía en dos naciones y surgían dos
estados independientes: la República Checa y Eslovaquia.
Ivan
Klíma nació en Praga en 1931, y no bien era un niño judío cuando fue recluido
junto a sus padres en un campo de concentración nazi. Durante la Segunda Guerra
Mundial la infancia de Ivan estuvo rodeada de alambres de púas y amigos famélicos
a los que no volvería a ver una vez liberado. "Empecé a escribir en el
campo de concentración de Terezín: un poema sobre el suicidio y tres esbozos
sobre Praga. Los escribí como ejercicios de composición, en una escuela
improvisada del campo durante un período de casi dos meses. Fue la única
escuela formal a la que asistí durante los cinco años de guerra. Más tarde, eso me dio una ventaja sobre
mis compañeros: ellos tenían que olvidar lo que habían aprendido, yo
no". Escribe Klíma en El espíritu de Praga
(Acantilado, 2010). Justo después de la primera revuelta regresaría a
Checoslovaquia. Estaba en Londres y se iría a los Estados Unidos a dictar una cátedra
sobre literatura. A su vuelta, los rojos harían lo propio. Prohibición de
publicación de sus obras. Hostigamiento. Humillación y vigilancia permanente.
Nunca faltan —y hasta sobran— aquellos que sienten goce con la desdicha ajena.
En español no tenemos una palabra para cuando la alegría sentida es el daño del
otro (lo más cercano es la tercera acepción de regodearse). Los alemanes sí. Qué
elocuencia: shadenfreude. La esposa de Ivan
Klíma, Helena Klímova, psicoterapeuta, dice que una vez desmantelada la
aplanadora comunista, vecinos y conocidos los comenzaron a tratar con
gentileza, cuando durante las peores circunstancias de sus vidas casi ni los
saludaban cuando se cruzaban inoportunamente con ellos en las calles.
Seguramente esas mismas calles habían sido aseadas por su marido. Helena decía
que una vez llegada la libertad los psicópatas mejoraban y los neuróticos
empeoraban.
Cien
mil ejemplares fueron impresos de Laska a smetí
cuando Roth visita a Klíma en Praga en 1990. Y una de las colas que señala es
para la firma de este libro prohibido durante casi treinta años. Amor y basura (Acantilado, 2007) y El espíritu de Praga, son los únicos libros
traducidos hasta ahora al español de este excepcional escritor checo. Amor y basura es una novela autobiográfica de casi
trescientas páginas en las que parece caber todo. Klíma fue barrendero. Otro
oficio para escritores censurados. Y esa experiencia, a pesar de quienes la infligieron,
fue ruinosamente enriquecedora. La novela relata los años en los que el
narrador y protagonista pasó limpiando las calles de Praga junto a un grupo de
personajes inolvidables, entre fondas, vigilancia estatal, delaciones,
inmundicias, aburrimiento, cervezas, infidelidades y literatura. Porque
escribir y pensar en un ensayo sobre el escritor checo por antonomasia, Franz
Kafka, y el amor indebido de una artista, fueron salvavidas que le permitieron
soportar la condición de proscrito. El narrador rememora tiempos mejores y
peores, atrocidades y bondades, y todo el recuerdo se impregna de una pátina de
nostalgia y dolor embellecido por la vitalidad de quien no es esquivo a lo más
residual y lo más elevado del mundo.
La
basura de los tiempos
Hay
cargas que se llevan a cuestas y que nunca podrán ser desechadas. A veces esas
cargas son los recuerdos de quienes fueron amados, odiados, admirados o
detestados, y ya no están. Sin embargo, la contingencia deja de ser posibilidad
y se inscribe en la permanencia, retando el orden de las cosas. Así, quien ya
no está pues, estará siempre en la memoria.
En Amor y basura (Acantilado, 2007) los
recuerdos se yuxtaponen en la narración y el protagonista, escritor censurado
por el régimen comunista (no puede ser otro que el propio Klíma), recorre las
calles de Praga recogiendo desperdicios mientras brotan —en apariencia indistintamente— momentos de lo vivido: su infancia como
judío en un campo de concentración; la relación con su padre, un académico que
adoraba los números, las máquinas y los motores para aviones, los paseos por
ferias y campos de Praga junto a él a principios del siglo XX, y el
irremediable deterioro de su salud; los días felices como profesor de literatura en los
Estados Unidos, y nostálgicos debido a la nulidad de la lengua checa en la
tierra de los hombres libres; el destino de las sociedades que se encaminaron
en proyectos delirantes en busca del paraíso perdido y que en el intento por
recuperarlo dejaron tras de sí un reguero de cadáveres: "Alguien calculó que
si amontonaban en una pila de cien metros cuadrados de base a todos los
asesinados en Camboya, dicha pila sobrepasaría la montaña más alta del país";
esa montaña se llama Kakup y tiene 1.744 metros de altura. Y junto a los
recuerdos, van y vienen reflexiones sobre el alma, la soledad, la escritura,
los desencuentros, el amor a la vida, la belleza del mundo y también su
ruindad, la muerte y la enfermedad, la tristeza y la locura.
En
esta novela —que muchos vacilan en señalarla como tal— se cumple la naturaleza
generosa, elástica, y maleable del género, porque si bien la narración se
construye con un aluvión testimonial y ensayístico, también es cierto que
enmarca en el más estricto sentido del término, la historia que signa al
narrador: el amor profundo e hiriente que vive con una escultora (también
casada) llamada Darja, y quien le exige con desesperación que deje a su mujer y
haga la vida con ella como el destino parece indicarle. Pero el destino no cabe
en la carretilla llena de inmundicias que recolecta el escritor hostigado por
las circunstancias. Él no logra decidir. Ama también a su esposa. Y durante
casi trescientas páginas se lo dirá a sí mismo, mientras reflexiona sobre la
imposibilidad amatoria de Kafka, el escritor checo que escribía en alemán y de
quien prepara un ensayo sobre su profundo entendimiento del alma humana, los
temores que lo agobiaron y su relación con la escritura como ejercicio
confesional: "(...) Con la plegaria nos dirigimos a alguien cuya
existencia e incluso cuya lengua tan solo intuimos. Es posible que esa sea la
esencia o el sentido de la escritura: hablamos de lo más íntimo en un lenguaje
que va dirigido tanto a los otros seres humanos como a alguien que está por
encima de nosotros y que, por medio de una especie de eco o reflejo, anida
también en nuestro interior. Ese lenguaje no va dirigido a aquel que no es
capaz de ver u oír en su interior algo que lo trasciende hasta alcanzar las
profundidades del universo: la literatura no está hecha para él. Esta
delimitación tiene una ventaja: no incluye solo al autor, sino también al
lector." Y he aquí cómo el narrador se exige a sí mismo lo que ve en el
autor de El castillo.
Y
acertadamente se lo exige también al lector. Y es que Amor
y basura procura una lectura pausada, que ralentice el dolor que,
como sutiles rasgaduras, va abriendo surcos sobre la piel del lector entre párrafo
y párrafo. El amor correspondido entre los amantes pero no consumado en términos
irreversibles, se abre paso entre las desventuras del escritor-barrendero y el
grupo de infelices que colaboran en la faena de limpieza: Venus, una mujer que
contaba cómo había salvado a una yegua del sacrificio y dejaba ver un amor y
alegría escondidos en una amargura irremediable; el capitán de pequeñas
batallas insignificantes que se dedicaba a inventos ilusos que más parecían
bromas de un chiflado; el capataz quien había realizado la hazaña de salvar a
un amigo piloto del avión que no pudo despegar y se estrellaba contra todo a su
paso; el señor Rada quien terminó en un psiquiátrico recluido; y un joven
solitario que soñaba con tocar jazz igual que los maestros que escuchaba cuando
iba a conciertos en bares de poca monta. Una galería de personajes que se
convierte en un microcosmos. Y reunidos aquellos en tabernas durante los ratos
de descanso echaban a andar sus historias como miserables de la tierra en un régimen
que iba a hacer realidad "el máximo grado de libertad para el hombre y el
género humano" y terminó por aplastarlos debajo de la bahorrina
revolucionaria. Sobre aquel amor y este grupo pesan como toneladas de desechos
la basura ideológica que los aprisiona contra el suelo que barren, y como
detritus expulsan sus deseos incumplidos, temores, frustraciones, duelos y
desesperanzas. Sin embargo, se logra colar la alegría de estar vivos, de
hacerse compañía, de mitigar sin doblegar la soledad.
Klíma
ha logrado encerrar [me doy cuenta de que este es el verbo adecuado que
corresponde a la creación bajo la indolencia de los totalitarismos, que a pesar
de la intención y acción destructiva, fracasa en evitar que la libertad logre
revolotear entre los barrotes de la idiotez, la estulticia y la maldad] belleza
y horror entre las solapas de este conmovedor libro, que es también prueba de
la fortaleza de la tristeza, la memoria, el lenguaje y el amor.
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