El malogrado
Deslave.
Una prosa como derrubio es la que el escritor austríaco explaya sobre las páginas.
Se le viene encima al lector. Huir y leer significan lo mismo cuando se afronta
una novela de Thomas Bernhard. La lectura es imparable.
En
El malogrado (Alfaguara, 2011), el suicidio,
y el consecuente entierro del amigo del narrador, es el motivo por el cual se
recuerda aquella amistad. Ambos estudiaron en una de las mejores escuelas de música
de Austria. Ambos eran pianistas talentosos. Disciplinados. Entregados a la práctica,
al ejercicio. Querían, desearon ser virtuosos. Y hasta pudieron reconocer el
talento de cada uno. Hasta que conocieron a Glenn Gould. El talento no alcanza
cuando se está en presencia del genio. La mediocridad es el resto cuando el
genio ejecuta su arte. El prodigio de Gould es el punto de inflexión en la vida
de ambos pianistas.
El
narrador se rinde ante la destreza inusual del pianista canadiense que ejecutaría
las Variaciones Goldberg, de Bach, como nadie. Gould se retiraría como
concertista y se dedicaría a componer y a grabar por el resto de su corta vida.
Cincuenta y un años tenía cuando falleció. Uno menos tenía Wertheimer cuando se
ahorcó de un árbol a pocos metros de la casa de su hermana en Zizers, Suiza. Y
es que avanzada la novela, de voz del amigo de ambos —el único con vida de los
tres— se devela la compleja relación de este "trío de cuerdas" como
señaló Félix de Azúa en Lecturas compulsivas (Anagrama,
1998). La frustración, la ambición insatisfecha, el reconocimiento de la propia
mediocridad, el fracaso, desplazan la locura desde el genio creador al talento
impotente de alcanzar la expresión última del arte. "Convertirse en
piano", dice el narrador que le comentó Wertheimer sobre Glenn, una
realización que nunca lograría. En El malogrado,
la locura del genio se ha mudado de casa: reside en la envidia de quien no
puede igualarlo. Y destruye al anfitrión. Esta novela no indaga solo en la
figura del artista inalcanzable sino también —y con honda vesania— en lo que
desparrama a su alrededor.
Los
mecanismos que conducen a la muerte a Wertheimer los echa a andar el narrador
(quizás trasunto literario del propio Bernhard, para quien la creación artística
siempre fue tormentosa, dolorosa y penosa) una vez que viaja de Madrid a Viena
para el entierro de su amigo. La belleza circunda al artista, lo penetra, lo
impulsa, y recrearla o crearla, puede costarle la vida. La búsqueda de la
perfección puede ir al encuentro de la locura. Quizás la belleza no sea
gratuita. Quizás exige para develarse, una vitalidad irrecuperable. La larga
parrafada, la reiteración incansable, la repetición de palabras, recuerdos,
acontecimientos y emociones, las constantes elipsis, junto a reflexiones que
desmontan la hipocresía de la sociedad austríaca que tanto despreció el autor,
van creando un aluvión de inhumanidad que se le viene encima al lector. Como un
derrumbe que da cuenta de otro: el espiritual. Los personajes sucumben al
desprecio por sí mismos y sus creaciones. La música tiene de por sí una condición
trágica. Lo que comienza como amistad y admiración, termina por exponer las
ruindades más innobles del ser humano. Se siente el odio y la ira en estas páginas.
Y también la intención de que sean bellas. Una contradicción cuya tensión
enciende cada línea, y que es prueba del trabajo de traducción de Miguel Sáenz,
miembro de la RAE, biógrafo y conocedor en profundidad de la obra del escritor
maldito que terminó por ser el intelectual odiado más amado de Austria (aunque
holandés de nacimiento).
El
lugar común ha sido expulsado de este centenar y medio de páginas. Hay una
lucidez corrosiva que va oxidando la relación de estos tres personajes entre sí
y con el mundo; y que ni siquiera la muerte logra apaciguar. Wertheimer no
encontrará paz en los sepulcros. Seguirá
siendo un infeliz en la memoria de quienes lo apreciaron y se vieron
arrastrados en su derrumbe: "Cuando un amigo ha muerto, lo clavamos con
sus propias máximas y declaraciones, lo matamos con sus propias armas. Por una
parte, vive en lo que, durante toda su vida, nos dijo a nosotros (y a los demás),
por otra lo matamos con ello. Somos de lo más despiadado." Los abismos
se atraen. Quien huye,
tarde, pero huye, es la hermana, quien abandonó a Wertheimer porque pretendía
absorberla en su desmoronamiento. Gould se apartará de todos, sin
remordimientos por su grandeza, para crear, incapaz de relacionarse con los
seres humanos, como si la perfección convirtiera al artista en un desalmado. El
narrador abandonará pronto la pretensión de convertirse en un pianista famoso,
dejándose llevar por el desencanto insobornable del vacío existencial. Soledad
y desesperación.
Hay
una neblina de nihilismo que avanza desde la primera página de este libro. De
la misma manera como la hermana huye de Wertheimer para salvarse, quizás el
lector avance por este espiral de rabia al leer El
malogrado. Pasar las páginas para no ser alcanzado por la misantropía
que exuda la inigualable verborrea, la subyugante prosa, la oscura narración
que Bernhard construye como si se tratara de un concierto que, sin pausas —como
quien verdaderamente lo odia todo—, aniquila al lector. El deslave es espiritual,
se repite. No hay paz al leer a Bernhard, y sin embargo hay goce. El regodeo
que al rumiar la vileza propia y ajena, da sosiego.
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