El hombre aparece en el Holoceno
El
señor Geiser sabe que el hombre aparece en el período cuaternario. Justamente
en el Holoceno. Es un dato que no va a permitirse olvidar. Lo anota en un trozo
de papel y lo pega a la pared con un chinche. Hay muchas otras notas, recortadas
de varios diccionarios, libros de geología, la Biblia (especialmente del
Antiguo Testamento), periódicos, enciclopedias. El señor Geiser sabe que el
conocimiento es imposible sin memoria. Es un hombre solitario.
El
anciano vive sus últimos años en el cantón de Tesino, quizás la región más
hermosa de los Alpes suizos, donde el sol radiante, el verdor mediterráneo y el
frío se conjugan para brindarle al aldeano y al visitante un espectáculo
natural deslumbrante. El escritor suizo Max Frisch escogió este entorno geográfico
para desarrollar una reflexión sobre el paso del tiempo en sus instancias más
aparentemente equidistantes: la personal, íntima, subjetiva y atada a la biológica
junto a la vasta edad de la tierra (quizás para indicar la indolencia de la
belleza). En El hombre aparece en el Holoceno
(Alpha Decay, 2014) el lector seguirá las minucias de un anciano jubilado y
viudo durante un par de días dentro y fuera de la casa. Frisch es contenido,
minimalista, su narrador es reservado, púdico. Frisch introduce los textos que
Geiser recorta entre el monólogo,
se distinguen por ser recuadros en gris, y estos textos enciclopédicos, de carácter
técnico, ganan otro significado, y desprenden una hondura metafísica que no les
corresponden en una primera instancia. Cada detalle es señalado, anotado,
referido; cada gesto, ruido, nimiedad es un acontecimiento que en esta
sobrecogedora narración va tomando dimensiones geológicas. Y es que al señor
Geiser le interesa la historia de los primeros pobladores del Tesino, de la
formación territorial, la flora, fauna y sus corrientes fluviales, de los
glaciares, de lo que sucederá cuando se derritan; cada dato lo recorta y lo
pega a la pared; y a su vez, recorre su despensa para comprobar sus
provisiones: tres huevos, cubitos para caldos, té, vinagre y aceite, harina,
cebollas, un vaso con pepinillos en mostaza, queso rallado, una lata de
sardinas, especies de toda clase, galletas, ajos, jarabe de frambuesas
"para los nietos", Ovomaltine, etc; y durante las tormentas suele
reconocer cada tipo de trueno, en una noche de insomnio puede distinguir hasta
dieciséis tipos. Mientras recuerda que sabe aquello escucha el crepitar de los
leños de castaños en la chimenea (el señor Geiser también sabe que a estos árboles
los ha infectado un hongo que los vacía por dentro, recuerda cada tanto que
"muchos castaños tienen cáncer" y sabe que a principios del siglo
pasado un 95 % de ellos había desaparecido por causa de esta enfermedad). Un
hombre común, único e insignificante. Como todos.
El
señor Geiser se prepara para salir a dar un paseo. Recuerda a su mujer Elsbeth.
Recuerda la muerte hace cincuenta años de su hermano Claus mientras escalaban
una pared helada. Va sintiendo el dolor del cuerpo, siente el paso de los
millones de años durante los cuales se ha conformado la Tierra y su presente,
sobre el cual camina, se tropieza, se adormece, se extravía, y logra seguir
adelante hasta regresar a casa. Este viaje de ida y vuelta [recuerda lejanamente a La
tarde de un escritor, de Peter Handke] un paseo por los alrededores,
un paseo por el mundo, y se siente como si fuese una excursión prolongada,
dilata el paso del tiempo, y sin embargo no alivia su inexorable fluir que pesa
sobre el señor Geiser y que lo insta [como al propio lector] a dar cuenta de
los vínculos frágiles —si es que los hay— entre el mundo y el hombre, entre el
desplazamiento de las placas tectónicas y el bajar de la habitación a la planta
de la casa sin poder apoyarse del pasamano que hubo en algún momento, como si
no hubiese certeza de nada aun sabiéndolo todo (el señor Geiser revisa, anota y
recorta entradas de entre los doce volúmenes del diccionario Der Grosse Brockhaus). El señor Geiser ve venir la
muerte, los últimos días de su existencia, lo sabe, recuerda que morirá y vive,
observa, anota, recuerda y recuerda, sabe también que el mundo recorre otro
tiempo, y que quizás aquella indolente belleza que lo rodea no reserva ningún
propósito para él más que estar ahí. Quizás el señor Geiser lleve razón en las
páginas de este extraño y hermoso paseo hacia la vejez, la soledad y la muerte:
"Las catástrofes las conoce el hombre en la medida en que las sobrevive,
la Naturaleza no conoce catástrofes". Vale sujetarlo con chinche a la
memoria.
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