El temor del cielo - El último de la estirpe



Dos libros de relatos que se complementan como si uno hubiese sido la recepción de un funeral y el otro la despedida, cuando el ataúd se cierra y ya el fallecido comienza a ser pasado, el anuncio del olvido. Casi dos décadas separan a este par de títulos. Entre ellos varias novelas. No es una exageración pensar que el lugar para leerlos fuese aquellos jardines que rodean las capillas de algunas casas fúnebres, con fuentes, querubines de yeso, entre el silencio contenido y algunos gemidos que como susurros acarician el dolor.

La escritora europea nacida en Zúrich, que ha vivido en Roma, París y actualmente en Milán, que escribe en alemán e italiano, Fleur Jaeggy, que dice leer al maestro Eckhart "con los ojos cerrados", amiga de Ingeborg Bachmann, Italo Calvino, Joseph Brodsky, que no concede entrevistas por tímida, ha escrito El temor del cielo (Tusquets, 1998) y El último de la estirpe (Tusquets, 2016): conjuntos de relatos en los que la muerte, la mezquindad, la destrucción, la indolencia, la crueldad, la soledad, la locura, la enfermedad, la violencia y la vesania del espíritu humano son tan naturales como la lluvia. Cada relato de Jaeggy es un cielo nublado de gris desgracia. Que esta acontezca es solo cuestión de palabras.

Una madre no quiere a su hija. La rechaza. No la ama. Una buena amiga le sugiere entregarla en adopción a la familia para la que trabaja y que ha perdido a la propia recientemente. Ambas son criadas. Una vida a salvo de las penurias de la pobreza es un destino que cualquier madre querría para sus hijos. Para Marie Anne, la madre descorazonada, ese destino no tiene porqué cumplirse. Y aun más, hacerle saber a esa hija que pudo haber vivido de otra forma y no junto ella con un cariño negado: "Miró a su niña. No tendrá un destino hermoso. No se la daré a esos señores. No tendrá una casa hermosa. ¿Por qué aquella pequeña a la que aborrece iba a tener una vida mejor? (...) Ayer pasó su hija por delante de la mansión de los señores y se lo contó todo. La había prometido a aquella casa. La muchacha tiene ahora quince años (...) mira por dónde ha pasado su destino." Este relato es el que abre El temor del cielo, intitulado "Sin destino". Si una madre ha sido capaz de tal ensañamiento hacia su propia hija en las primeras páginas, las siguientes no serán menos impías. Advertencia para quienes niegan la evidencia del mal.

Una mujer busca a su querida amiga en la oficina de desaparecidos que ha creado la Confederación. Esa oficina se encarga de dar con aquellos que han perdido el rumbo. Como si perderse fuese tan normal como encontrarse para desayunar. Tienen noticias de ella. Otra mujer, una señora de alto cargo burocrático le da cuenta de ella. Se encuentra en un hospital psiquiátrico y no podrá abandonar ese lugar. La mujer que necesita saber de su amiga, rescatarla, librarla de los barrotes medicinales va perdiendo la voluntad de hacerlo mientras escucha a quien la condujo hasta ese estado. Ella insiste, le cuenta que su amiga es pianista, que toca como pocos, que es especial, pero de pronto hace una pausa: "Debería haber limitado mis elogios. Comprendía que nadie es mucho mejor que otro. Según la señora. Nadie debería ser mucho mejor. O no debería darlo a entender. Yo hablaba de la inteligencia excepcional de mi amiga y veía asomar en los ojos claros de la señora un leve, levísimo, brillo de disgusto". Con este relato intitulado "F.K." concluye El último đe la estirpe. La igualdad es también una forma de maldad.

Ambos libros podrían estar reunidos en un solo volumen en pocos años. Escritos con un estilo lacónico, lacerante y punzante; de oraciones cortas, filosas, que no desarrollan, y sujetan al lector quien con perplejidad se ve indefenso ante un destello de lucidez, quizá porque son como revelaciones de verdades ocultas a los ojos de los ingenuos, pero que no exceden sus pretensiones, limitadas por la decorosa certeza de no explicar lo que la razón no puede escudriñar. Entre ambos conjuntos de relatos hay más similitudes que disonancias, y se puede sentir un carácter que los diferencia pero no los distancia, en todo caso desembocan: en El último de la estirpe —más sobrio, elegante, onírico y poético— hay un sello nihilista; si en El temor del cielo —más frío, severo y cruel— la maldad brota, en aquel, se vacía. Como si ambos cerraran un ciclo. Brotar para aniquilar. Esas diferencias delicadas de carácter y estilo no solo dan cuenta de un sutil desplazamiento en el abordaje de la naturaleza siniestra del ser humano por parte de la autora. También es de pensar que las traductoras han hecho lo propio (y se celebra en ambos títulos). El temor del cielo fue traducido por Flavia Company, escritora, crítica y traductora argentina-española que entre otros ha traducido a Italo Svevo; El último de la estirpe ha sido traducido por la propia editora de Tusquets, la mítica Beatriz de Moura. Los originales fueron escritos en italiano.

La maldad en Jaeggy es una poética de una sola sustancia: "El bien no es sino polvo y espejismo. Todo se transforma, el bien impone el mal", dice el narrador del cuento "Los gemelos" sobre un personaje llamado Brandl, "quien desea el mal siente el mal en sí". ¡Cómo cuesta reconocerlo, verlo venir! La relativización del mundo ha hecho creer que el mal no existe y ha convertido la tolerancia en el valor de los biempensantes. Pero no todo es oscuro en Jaeggy. En algunos cuentos hay una tierna nostalgia, como en los que le dedica a algunos admirados amigos. Oliver Sacks: en un restaurante del Bronx se encuentran y la narradora (que podría ser la propia Jaeggy) entabla una conversación con el pez del acuario (adorno y pecera del restaurant) que pronto va a morir engullido por un comensal, como si estuviese despidiéndose del propio Sacks. En "Nedge" vemos a Brodsky salir de su casa en Brooklyn a un paseo nocturno que lo lleva hasta la zona cero, detonante de la condición de exiliado que el propio título del relato remite, nedge en ruso significa "de ninguna parte", como quizá para Jaeggy se sentía el nobel que ante "El resplandor del maleficio" podía sentir dolor y abismo que "no se borra con la mano ni con las palabras". Y otro breve relato ("La sala aséptica") en el que comparte con su querida amiga la poeta austríaca Ingeborg Bachmann, una charla sobre la vejez, mientras reposa en la habitación de una clínica por las quemaduras causadas por un incendio casero.

Y como Jaeggy parece no poder librarse de la ubicua maldad, el relato siguiente ("La heredera"), narra la relación de afecto que tiene una señora para con una huérfana a la que quiere dejarle en herencia todo lo que tiene. Pero la niña no conoce la reciprocidad: "Quería la destrucción de aquella mujer que quería su bien. No quiere dinero. Destruir. ¿Acaso debiera contestar a un ridículo porqué? Porque todo el mundo cree que hay un porqué, en los gestos o los impulsos humanos. Una razón". Esa mujer muere entre llamas ante la mirada "triunfante y malvada" de la niña. Las manos de la señora Von Oelix (que así se llamaba) sostenían un puñado de cenizas. Bachmann falleció a causa del incendio de su casa en Roma, al parecer, al quedarse dormida con un cigarrillo encendido entre sus dedos. En este cuento —de El último de la estirpe— hay unas líneas que comprimen [conjeturo] los veintisiete relatos que suman ambos libros: "La creación es una forma de destrucción". Y se puede leer con temor del cielo una línea que recorre como una presencia fantasmagórica todas las páginas de estos libros [y también los rincones de nuestra sociedad envilecida y negada a reconocerlo]: "Muchas veces, cuando le apetece, el mal es la mejor forma que el bien más alto puede asumir".




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