El infierno de los jemeres rojos
I
Hambre.
En la más aterradora condición. Hambre, despojada de toda explicación, reflexión,
cavilación. Hambre que expulsa el pensamiento. Hambre que bestializa. Hambre
transfigurándose en la única entidad del hombre. Hambre, despojada de sintaxis,
de gramática, la más ruin de las necesidades. En El
infierno de los jemeres rojos (Libros del Asteroide, 2010) Denise
Affonço hace del hambre prosa, la necesidad más prosaica, sin ninguna intención
literaria, sin intención estilística, solo la voz del padecimiento, el lenguaje
de la inanidad, el testimonio unipersonal que relata, que dice
el sufrimiento, la anécdota que es denuncia y prueba, sufrimiento padecido y
acusación que condena. El hambre como alegato cuando se ha sobrevivido.
Quien
narra (acción de contar desplazada por la voz del hambre) es una trabajadora de
la embajada francesa en Phnom Penh, capital de Camboya, casada con un
vietnamita, madre de dos pequeños, Jean-Jacques y Jeannie. Cuando el general
Lon Nol da un golpe de estado en 1970 apoyado por los Estados Unidos de Norteamérica,
al rey Norodom Sihanouk, por haber este aceptado acoger al vietcong comunista
en su territorio, un grupo de campesinos analfabetas, los más pobres, la
patulea más resentida, guiados por la intelectualidad tan bien educada en
Francia [por recordar solo a un par, el del espíritu estrábico Sartre, y el
oprimido Fanon], da marcha a la revolución para liberar al pueblo del
imperialismo, del colonialismo, e instaurar la sociedad perfecta, la de los
iguales. Cinco años de guerra civil. El comunismo, esa serosidad ideológica que
hace del cerebro un edema, y aniquila el espíritu, tuvo su apoteosis en la
Camboya de Pol Pot, la de los jemeres rojos [que no azules, ni verdes, ni
blancos, no, rojos como coágulos de sangre]. Esta fulminante orgía criminal
nacida cuando se lee a Rousseau emilianamente
y luego a Lenin con el rencor habitual de la morralla
socialista-comunista-revolucionaria, acabó con más de dos millones de vidas
humanas de 1975 a 1979.
Los
jemeres rojos entraron a la capital en abril de 1975, y fueron recibidos como
los liberadores del pueblo. Inmediatamente evacuaron la ciudad, con la promesa
del bien para todos y de que cuidarían de los bienes para que, una vez
instaurado el mejor de los mundos, regresaran a sus casas. Phou Teang Seng,
marido de Denise Affonço, comunista irredento, convenció a su esposa de no
partir a Francia, todo iba a ser para mejor, las proclamas de Mao se las repetía
constantemente aun sabiendo que ella era anticomunista; una vez enviado a un
campo de reeducación, Seng fue delatado por hablar en francés con otro
"espíritu desviado", fue detenido y nunca más se supo de él. Más del
60% de la población fue evacuada de las ciudades hacia las junglas y los campos
donde debería despojarse de toda urbanidad, de todo indicio imperialista (desde
usar gafas hasta hablar en lengua francesa o vietnamita, —de ahora en adelante
se hablaría jemer— hasta leer. Los
jemeres rojos escribieron sobre la Biblioteca Nacional de Camboya "No hay
libros. El Gobierno del Pueblo ha triunfado") y dejar atrás la sociedad,
esa que convierte a los hombres en corruptos y desvía sus espíritus, el hombre
debería convertirse como bien lo creía el ilustrado francés en un ser que
"viaja por los bosques, sin industria, sin lenguaje y sin hogar, ajeno a
toda guerra y todo lazo, sin necesitar de sus semejantes ni desear hacerles daño"
[un comunista la hubiese pasado muy bien junto a un hippie y un ecologista en
el campo de trabajos forzados de Koh Tukveal al sur de Camboya]. El súmmum de
la revolución, la vuelta al hombre natural, la desaparición de toda pista que
puede conducir al ser humano al estadio previo de orden occidental. La progresía
en reverso [habría que revisar ese prefijo que todo lo señala hacia atrás, que
todo lo substrae, esa partícula re- contiene
en sí misma la vuelta, el giro, la trepolina que todo lo detiene y lo echa
andar de espaldas. No hay revolución que avance, es una imposibilidad]. Lo
sucedido en Camboya es la quintaesencia del comunismo.
Denise
Affonço fue trasladada a varios campos de trabajo junto a sus hijos, su cuñada
y sobrinos. Vivió en las condiciones más infrahumanas conocidas. Todos fueron
obligados a teñir sus ropas de negro con hierbas, los colores eran señales del
viejo orden, una muda de ropa que conservaría en el peor estado hasta el final.
Durmiendo sobre una estera en el piso de una choza, padecería malaria,
paludismo, diarrea, infecciones, todas las calamidades las soportaría para
sorpresa de sí misma. Vería morir a su pequeña hija Jeanine sin poder hacer más
que lavarla con agua inmunda del río más cercano, un río de excrecencias, sin
poder alimentarla, moriría de inanición. Todos los sobrinos murieron. Hoa, Ha,
Leng y Phan, morirían de hambre y enfermedad. Leng, una de las tres hermanas,
le diría a su tía "¿podrás encargarte de que me entierren bien? Hay que
cavar un agujero profundo, tienes que enterrarme tú misma, para que no me roben
la ropa y las bestias salvajes no puedan desenterrar mi cadáver". Ha, el
hermano menor de estas hermanas moriría "ejecutado como un pequeño animal
por haber robado comida". La única comida repartida con magnanimidad roja:
arroz. Si acaso un par de tazones al día por cuatro años. No habían llegado al
primer año de su "reeducación" cuando esos tazones no eran más que
potaje de arroz con menos de una cucharada del grano. El hambre como política
de exterminio. Los trabajos forzados, vigilados diariamente por los jemeres
rojos yautheas, y espiados por los delatores schlop, eran fatalmente agotadores. Las mujeres en
pocos meses se les paralizaba la menstruación. Era como si el adoctrinamiento
se ensañara con el cuerpo para poder llegar al espíritu, pero este terminaba
por liberarse de aquel, como dice la misma Denise Affonço ante cada muerte
atroz de un ser amado, dulcemente. Porque
morir era escapar de tanto horror.
II
El
título de este libro no es una metáfora. Nada en este libro connota. Es
directo, estomacal. Es el lenguaje del hambre. El
infierno de los jemeres rojos: se puede hacer una lectura dantesca
en la que cada castigo corresponde a un testimonio de Affonço. El infierno no
es solo un estado del alma, es un lugar y un tiempo instaurados varias veces
por el hombre para hacer sufrir al hombre. El comunismo es el infierno. Cuenta
Affonço que los jemeres rojos se reían del sufrimiento de los ciudadanos en
reeducación. En el arrozal, bajo la lluvia, mientras temblaba de fiebre y las
hinchazones de las piernas no le permitían caminar y las sanguijuelas chupaban
sangre de pantorrillas y pies, las aldeanas se burlaban: "la señora de la
ciudad no sabe sembrar". Estos grupos de colectivización funcionaban como
una comuna, con unos jerarcas y una junta disciplinaria que condenaba y
ajusticiaba de inmediato cualquier falla, cualquier señal burguesa, extranjera,
imperialista: recordar viejos tiempos estaba prohibido, expresar cualquier
sentimiento era una falta que se castigaba con humillaciones y vejaciones que
seguramente Frantz Fanon reconocería con beneplácito anticolonialista.
Grillos,
cucarachas, sapos, culebras, plantas silvestres, principalmente espinacas que
causaban una diarrea mortal, gusanos, alacranes, todo es comestible cuando el
hambre acosa al hombre. Un grano de sal valía oro. Repito, no hay metáforas,
hipérboles, la sal se intercambiaba por joyas que algunos pocos habían
resguardado durante las evacuaciones de las ciudades. Sal y agua sucia, a veces
ese era el desayuno de las "bocas inútiles", aquellos no aptos para
el trabajo. Un trabajo de carácter faraónico: se producía durante veinte horas
al día y los jemeres rojos almacenaban y luego, repartían la comida de la
manera que solo lo hace un revolucionario: mucho para sí, bahorrina al resto.
La única medicina consistía en un bolita pastosa que producía una deshidratación
fatal. Cuenta Affonço que una jovencita se había trepado a una palmera para
lamer un poco de azúcar y fue vista por un schlop
[patriota cooperante], pagaría esa falta: delante de todo el grupo fue amarrada
de manos y pies, embadurnada con azúcar de palma y sobre ella se le echó un
buen puñado de hormigas rojas: gritaba de dolor y los jemeres rojos reían de
satisfacción. La joven sobreviviría unos cuantos días en agonía, ciega y sorda.
El mejor de los mundos. Y el lector con la garganta hecha un nudo.
Este
testimonio crudo, descarnado, de lo que es capaz la maldad, nace de la
preparación del juicio que se le llevaría a cabo a los funcionarios del
gobierno jemer, quienes hicieron posible cuatro años de horror por un mundo de
iguales. Y se materializa como hoy se lee debido a la indignante ceguera de la
intelectualidad francesa. Cuenta Denise Affonço que conversando con un académico
sobre los genocidios, le comenta sobre el camboyano y este la interrumpe para
decirle: "No entiendo por qué sigue hablando del genocidio jemer. Los
jemeres rojos solo hicieron bien en su país. Visité Phnom Penh en 1978 y todo
era normal, los camboyanos vivían felices y gozaban de perfecta salud", se
lo decía a quien tuvo que alimentarse en algún momento de carne verde en
descomposición, cubierta de gusanos, a quien vio morir a casi toda su familia
de enfermedad y hambre. El juicio y las condenas llegarían. El pueblo camboyano
fue liberado de los jemeres rojos por los vietnamitas en 1979. Las notas
tomadas por Affonço sirvieron en una primera instancia para ser parte del
juicio a los criminales rojos [que no azules, blancos o anaranjados, rojos como
la sangre de aquellos degollados cuando los jemeres se vieron vencidos, para no
dejar testigos de sus aberraciones liberadoras], luego, esas notas harían
posible este alegato de más de doscientas páginas.
Denise
Affonço, ya en Francia con su hijo Jean-Jacques (quien contaba con quince años
para cuando son liberados, sobrevivió separado de su madre en otra granja,
ideologizado a tal punto que no llegó a expresar afecto por su madre sino
muchos años después de su llegada a Francia. Anota Affonço que "esos
monstruos se sirvieron de los niños para espiar a los adultos, sus padres, a
quienes consideraban podridos, corruptos e irrecuperables"), tendría que
esperar hasta 2007 para que el perdón real sobre los principales genocidas
camboyanos fuese abolido y pudiesen ser condenados a cadena perpetua. Entre
componendas políticas británicas, estadounidenses, francesas, chinas y
vietnamitas, la mayor matanza en la historia del comunismo (porcentualmente se
acabó con la cuarta parte de la población, dos millones de seres humanos en
cuatro años) siempre encontró un dique que hacía frente a su divulgación. Este
testimonio bastaría para que la impudicia revolucionaria, la granuja chupóptera
comunista y toda su bellaquería convertida en partidos políticos se prohibiera
a sí misma. Pol Pot, saludado en París desde el Le Monde
cuando sus fuerzas tomaron Phnom Penh, fue condenado a cadena perpetua en 1997
por sus propios lugartenientes, moriría en la jungla. El resto de la cipayería
soñadora de los jemeres paga condenas de prisión perpetua, muchos morirían
durante el juicio y otros caerían en la insania mental: luego de 25 años de
aquel infierno y siendo quizás la primera y única vez que el mundo condena
efectivamente a la hez comunista, se instaura en Camboya el Núremberg tan debido a "la ideología más
sanguinaria de la época, el comunismo maoísta que inspiró a Pol Pot", en
palabras de quien sobrevivió a la maldad convertida en hambre, Denise Affonço.
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