El peso de la responsabilidad
Hay
una manera de asumir la responsabilidad por las consecuencias de las decisiones
tomadas ante las circunstancias. Una manera altanera, soberbia, orgullosa,
beligerante; se asume la responsabilidad como una provocación para aquellos que
han visto en el error, el equívoco, una oportunidad para mostrarse poderoso,
fuerte, guapo, un "fui yo, y qué". En realidad no se asume la
responsabilidad, se reconoce la autoría de unas ideas, opiniones o acciones
para demostrar que no hay miedo y mucho menos ánimo de reflexión y enmienda.
Asumir la responsabilidad en esos términos es estar convencido tozudamente que
quien se ha equivocado es la realidad, el mundo, los demás. Pues, lo que se
echa a andar es una sumatoria de abusos, errores y tropelías que, una vez
desbordada, no podrá ser desovillada asumiendo la responsabilidad, no, sino
corriendo con las consecuencias.
En
El peso de la responsabilidad (Taurus, 2013),
libro que nace primeramente de un ciclo de conferencias, las Bradley Lectures
de la Universidad de Chicago hacia 1995, el historiador Tony Judt ensaya desde
tres intelectuales franceses la manera ejemplar de asumir la responsabilidad.
Esa que ante el equívoco se mira a sí misma para reflexionar, se reconoce en el
error, y hay propósito de enmienda, sin abandonar principios que no por sólidos
son inamovibles o exentos de evaluación. Esa responsabilidad ante sí y ante los
demás, que se constata genuina, y está más allá de mezquindades ideológicas,
chantajes partidistas, extorsiones morales de grupos, colectivos, o individuos
que ambicionan poder, y en la carrera por alcanzarlo, comienza una justificación
miserable de cualquier ruindad, olvidando que el medio por el cual se alcance
el fin, determinará la naturaleza de ese fin. La responsabilidad descansa sobre
el reconocimiento de la vida en libertad. Las ideologías justifican la maldad.
La ideología la formaliza, le da estructura.
Tony
Judt fue un historiador comprometido. Concepto complicado. En sus libros se
despliega una ética de la sensatez, la moderación y la alarma ante la
deshumanización que conduce a la negación de todo lo humano. Comprometido, que
no servil. Y es en esta distinción donde aparecen las tres figuras que Judt
toma como ejemplo de quienes asumen el peso de la responsabilidad cuando el
mundo es un delirante aquelarre de consignas oxidadas y corroídas por las
ideologías: León Blum, Albert Camus y Raymond Aron. Tres franceses en una
Francia golpeada por la historia. Una Francia en la que los intelectuales
siempre han tenido una influencia importante en la vida pública, principalmente
en la política. Estos tres hombres decidieron combatir, resistir y desmontar
una de las enfermedades más atroces que cualquier sociedad puede padecer: el
comunismo.
Desde
el coraje de León Blum ante el aberrante gobierno de Vichy y sus discrepancias
irreconciliables con los comunistas, ante los cuales se hizo llamar "el
enemigo número uno", este hombre de honradez inusual, insobornable moral y
consistencia intelectual, hizo de sí un referente ético, ciertamente de otros
tiempos. La lucidez irradiante de Albert Camus que combatió la divinización de
la Historia, y de quien Hannah Arendt escribió, en carta a su marido en 1952:
"Ayer vi a Camus: sin duda alguna, ahora es el mejor hombre de Francia.
Está muy por encima de los demás intelectuales"; hasta la incontestable
inteligencia de Raymond Aron que lo llevó a asumir quizás la única posición
liberal ante la aplanadora totalitaria comunista [que aún padecen algunos países
de este, el extremo Occidente]. Tony Judt disecciona sus contextos, sus
escritos, sus posiciones, sus miedos y angustias, y hace un recorrido por la
sociedad y el momento histórico que hizo posible la emergencia de hombres íntegros
que ante la vileza, servilismo y complacencia ideológica no claudicaron erigiéndose
en ejemplos de valentía, sin apartar la mirada sobre sus sombras y haciendo
hincapié en sus posiciones intelectuales, contrarias a la hechicería de la
izquierda comunista; la Francia triunfante de la Primera Guerra Mundial y la
Francia genuflexa de la Segunda, las querellas políticas y las intelectuales
que no vieron llegar la tormenta que se gestó en pleno siglo XX. Esos tres
hombres asumieron el peso de la responsabilidad: el inmediato escarnio, la
soledad, y luego, lentamente, cuando los años decantan la honradez de la
cipayería y el ñangotado intelectual, el respeto y prestigio de propios y extraños.
El
camino hacia la soledad
Tony
Judt dirige el foco de su inteligencia sobre Blum, Camus y Aron, y va abriendo
el diámetro de su mirada hasta comprender un entorno que por más lejano no rompe
el hilo que lo vincula a cada uno de ellos. Es una mirada centrífuga, pero que
vuelve a su centro. Son tres textos que parten de estos hombres, se expanden
alrededor, nunca los pierde de vista, y vuelven a ellos para recordar que la
modestia y la inteligencia, la valentía de confrontar a los propios compañeros
de viaje intelectual, el silencio y la soledad, pueden ser virtudes que tengan
trasiego público cuando se reconocen distanciadas de la discusión rabiosa, del
impulso vesánico, de la revancha y la extorsión ideológica del momento. Luego,
el tiempo hará criba, y se descubrirá que el peso de la responsabilidad siempre
estuvo comprometido con la libertad y la vida. El compromiso con la consigna
revolucionaria no es tal, es complicidad.
A
León Blum le toca afrontar y resistir varios frentes, que no esquiva y que lo
fortalecen. Hombre de una complexión moral sólida pudo ser primer ministro de
Francia entre 1936 y 1937, y aplicó políticas socialistas en beneficio de la
clase obrera (cuarenta horas de trabajo semanal, negociaciones colectivas,
vacaciones pagas que por primera vez disfrutarían los franceses) sin
convertirse en un chamán del marxismo que pretendía acelerar la historia para
liberar al mundo de la opresión malvada del capitalismo y entregar el Edén
conquistado a las generaciones futuras; Blum no deliraba. Pensaba. Y pensaba
con la sapiencia del lector privilegiado por la inteligencia, la paciencia y el
compromiso con el saber. Blum fue crítico literario y según los entendidos, uno
de los mejores lectores de la época. Enamorado de Stendhal, y reconocido por
Anatole France y André Gide.
Hombre
nacido en 1872 y fallecido en 1950, le tocó vivir a caballo entre dos siglos, y
desarrollar su carrera política entre los conflictos bélicos que cambiarían el
mundo irremediablemente. De convicción republicana, defendió, con una
inteligencia que incomodaba a sus retractores (el resentimiento es atemporal),
un socialismo humanista en rechazo de cualquier forma violenta de hacerse con
el poder que no fuese a través de las urnas electorales y no con las urnas fúnebres
que los comunistas están siempre prestos a producir. Su intervención en la
defensa de Emile Zola en un juicio relacionado directamente con el caso
Dreyfuss lo convenció de participar en la vida pública francesa. Asumió sus
decisiones con la modestia de quien sabe no tener la razón absoluta, intentando
mantener una neutralidad para que las consecuencias de sus acciones
beneficiaran a la sociedad, y supo rectificar cuando tuvo la oportunidad de hacerlo,
como cuando regresó brevemente al gobierno en 1938 y enfrentó el fascismo con
mayor fuerza desde el Frente Socialista, siempre manteniendo a los comunistas
"ese grupo nacionalista extranjero" a raya. Y es que además a Blum le
tocó vivir los tiempos más oscuros del antisemitismo. Él era judío. Cuando Blum
presentó su Gobierno a la Cámara, un diputado le espetó: "Su llegada, señor
Primer Ministro, constituye sin duda una fecha histórica. Por primera vez, este
antiguo país galorromano va a ser gobernado por un judío (...). Para gobernar
esta nación campesina que es Francia sería mejor tener a alguien cuyos orígenes,
aunque modestos, se hallen profundamente enraizados en nuestro suelo, en vez de
a un sutil talmudista." El diputado se llamaba Xavier Vallat, y sería el
primer comisionado para asuntos judíos del próximo gobierno de Vichy.
Antisemitismo
y antiintelectualismo en la Francia heredera de la Revolución. Ocupada por los
alemanes en 1940, el otrora héroe, el mariscal Pétain entregaría a Blum a los nazis
luego de un juicio del que no pudo ser culpable
más que de haber nacido de padres judíos. Sobrevivió a Buchenwald y regresó a
Francia al finalizar la guerra, y formó un gobierno que asumió algunas políticas
económicas que no se había atrevido ejecutar en años anteriores. La moderación
de Blum fue lo que lo diferenció del resto de los políticos y hombres públicos
de la Francia de entreguerra, encerrados en sus diatribas mientras se le venía
encima Hitler. Ese hombre del que Maurras dijo que había que "matar a
tiros, pero por la espalda (...), desecho humano al que debería tratarse como
tal", fue el hombre que le dio a Francia una República de decencia, mesura
y decoro justo antes de que la vergonzosa sumisión y obediencia se instalara en
el epicentro de la liberté, igualité y fraternité.
La
destreza de Judt radica en hacerle ver al lector cómo Blum mantuvo una dignidad
ante las circunstancias más adversas (sus propios miedos e inseguridades), y
con una retórica elocuente, un uso del lenguaje en función de lo que creía
correcto, se convirtió en ejemplo de fortaleza moral. Ante un mundo que se hacía
pedazos, Blum se pertrechó de la sustancialidad de la Razón y la Moral que
explosionaría ante sus propios ojos y cuya onda expansiva padecería Camus
sobreviviéndola dolorosamente y se convertiría para Aron en una herramienta
desde la cual desarticular la prometéica creencia de haber descubierto los
mecanismos de la Historia, y quien con una lucidez esplendorosa desnudaría a
todos aquellos intelectuales que quisieron hacer fiesta de la fragilidad y
nobleza del autor de La peste. En ocasión del
juicio a Pétain, Blum dijo públicamente —y en respuesta al comunista Jacques
Duclos quien pedía un juicio con "santo odio" para el mariscal— que
"no, un juez no tiene que odiar. Tiene que mantener en su mente tanto un
vigoroso aborrecimiento del delito como una escrupulosa imparcialidad hacia el
acusado. Ese es el terrible dilema de toda justicia política". Es el
personaje a quien Judt le dedica más páginas, quizás por ser su olvido el más
injusto.
Otros
caminos fuera del rebaño
Le
toca el turno a Camus, y Judt va tejiendo datos, citas de los cuadernos,
pasajes de sus novelas y obras de teatro, artículos y diatribas públicas con
los intelectuales comprometidos de la Francia de la Ocupación y la postguerra.
El inclemente Sartre, quien fue uno de los más implacables críticos de Camus,
le reconocería en ocasiones que la virtud del pensador fue su destiempo. Camus
se fue distanciando cada vez más de la diatriba política y de la figura del
intelectual comprometido en aras de una búsqueda personal que paradójicamente
resonaría en la sociedad. Y fue un camino doloroso. Camus se fue decantando por
una manera de ver la descomposición de Occidente en sus cimientos y no en sus
circunstancias o coyunturas, aunque extrajo de ellas los síntomas del malestar.
Camus aunque no se considerase tal, asumía el peso de una responsabilidad pública
como intelectual comprometido desde su Argelia natal hasta la Francia liberada
luego de la Segunda Guerra Mundial. El hombre de la Resistencia, instruido a sí
mismo, quien dedicó el discurso del Premio Nobel a su maestro de escuela, quien
soportó el vilipendio de los pensadores y académicos educados en los mejores
colegios e institutos de París, y sobrellevó tales ataques con un
ensimismamiento que lo condujo a una rara lucidez, fue desarrollando una
sensibilidad que lo alejó de sus contemporáneos y le permitió ver lo que otros
negaron.
En
palabras de Judt "pasó de ser un apasionado radical a un reformista
moderado antes de convertirse en la voz de la 'razón' y el desapego, una
postura escasamente distinguible de la retirada a la decepción privada y al
silencio". Camus vio en el endiosamiento de la Historia la falaz
justificación de cualquier tropelía criminal. En principio necesitó referentes
en el bando opuesto de la promesa revolucionaria, en el franquismo, el fascismo
o el nazismo para poder denunciar la violencia ideológica de las políticas en
las cuales todavía tenía esperanzas: "Al surgir tales comparaciones
estaba, en efecto comprando el derecho de criticar al comunismo, a apuntar a
los campos de concentración rusos y a hacer referencia a la persecución de
artistas y de demócratas en Europa del Este. Pero el coste en capital moral era
alto. Lo que en realidad deseaba hacer Camus —o tener la libertad de hacerlo si
así lo decidía— era condenar lo condenable sin recurrir a equilibrar o
contrarreferenciar, a invocar estándares absolutos y medidas de moralidad,
justicia y libertad cuando fuera oportuno hacerlo, sin echar miradas temerosas
tras él para ver si estaba cubierta su línea de retirada moral".
Y
lo haría. Condenaría la violencia revolucionaria. Y el resto de los
intelectuales enceguecidos lo condenaría. Este es el capítulo más conmovedor de
El peso de la responsabilidad y quizás sea
porque la nobleza de Camus se abre paso a través de la suma de datos y citas,
vacilaciones y desconfianza en sí mismo, ataques y críticas demoledoras, Judt
lo reconoce, y se siente, tal vez, también conmovido aunque mantenga la sindéresis
en cada página que le dedica. Coincide con otros pensadores en ver a Camus como
un moralista, de tradición francesa, y que comparte cierto destiempo con la
figura de Blum ante la Francia que le tocó vivir. Camus vio desmesura en el
hombre moderno, y fue la prudencia la que con humildad lo llevó a auscultarse a
sí mismo, y a preguntarse por los límites. El ensayo que se presenta perfecto y
se lee con una angustia compartida cierra con una pregunta que le hizo Camus a
Sartre, Malraux, Koestler y Sperber: "¿No creéis que somos todos
responsables de la ausencia de valores? ¿Y si nosotros, que venimos todos del
'nietzscheanismo', el nihilismo y el realismo histórico, anunciamos públicamente
que estábamos equivocados; que los valores morales existen y que por lo tanto
haremos lo que tenga que hacerse para establecerlos e ilustrarlos? ¿No creéis
que eso podría ser el comienzo de la esperanza?". Esta pregunta requiere
una valentía que no proviene de la ingenuidad ni la candidez, proviene quizás
de quien se ha asomado al vacío y de vuelta ha preferido a la humanidad. No se
puede estar en desacuerdo con Hannah Arendt, Camus fue un buen hombre.
Tony
Judt cierra este impecable trío de ensayos con la figura de Raymond Aron como
si lo que ha ido conformando desde Blum hasta Camus desembocara en el filósofo
de las libertades que estudió como ninguno de los profetas del comunismo al
propio Marx. Aron propuso formalmente que el hombre no podría conocer
absolutamente la Historia. Y desde ahí desmontó, no sin cierta ironía, la
insensatez de sus adversarios intelectuales. No fue un pensador periférico como
lo ha podido ser Camus, ni un hombre que ante el desmembramiento del orden en
el siglo XX se comportó como un caballero del XIX como Blum; sin embargo también
fue la distancia ante sus contemporáneos lo que hizo de este brillante pensador
un solitario rodeado de muchos. Anota Judt "A su modo de ver, los
problemas de la modernidad ya no podían analizarse según los simples modos de
antaño: propiedad privada versus propiedad pública, explotación capitalista
versus igualdad social, anarquía del mercado versus distribución
planificada". Raymond Aron fue de los primeros en entender que luego de la
Segunda Guerra Mundial el mundo se achicaba, y que los conflictos mundiales
iban a ser conflictos locales, la globalización era irreversible, y llegó a
decir: "Uno está o bien en el universo de los países libres o bien en el
de los países situados bajo el duro régimen soviético. De ahora en adelante
todos en Francia tendrán que hacer su elección". Y muchos la hicieron.
Pero no asumieron responsabilidad sobre los equívocos sino que prolongaron su
obstinación hasta el final. Cualquiera que en aquellos tiempos de polarización
política no simpatizase con los comunistas y la Unión Soviética era de
inmediato acusado de agente de Estados Unidos [no tengo que explicar esto,
lamentablemente] y Raymond Aron se ganó así la enemistad de por vida de la
intelectualidad francesa, que desde sus adolescentes sueños revolucionarios
no podía ver que oponerse a toda autoridad no es un plan de sociedad libre,
"la lección del totalitarismo era la importancia del orden y la autoridad
bajo la ley, no como una concesión a la libertad, no como la condición de otras
libertades venideras, sino sencillamente como el mejor modo de proteger las ya
aseguradas". De ahí su admiración a Tocqueville. Aron no fue figura de
simpatía para el jipismo de Mayo del 68. El prohibido prohibir era una soberana
estupidez: "La Universidad, toda universidad, requiere de un consenso
espontáneo en torno al respeto por la evidencia y por la disciplina voluntaria.
Romper esa unidad social sin saber con qué sustituirla, o para destruir a la
sociedad misma, es nihilismo estético; o mejor, es la erupción de los bárbaros,
ignorantes de su barbarie", apuntaba Aron. Sin duda ha debido ser
insoportable para un soñador de izquierdas.
Uno de los problemas de la izquierda que enfrentó Aron fue el irresponsable
engreimiento. La responsabilidad de Aron sobre la cosa pública era su
compromiso con el aporte funcional de sus opiniones políticas, la pregunta que
le funcionaba era ¿qué haría usted si fuese ministro de Gobierno? Es decir,
Aron siempre se preguntó qué haría él en el lugar del otro. Junto a la lógica
rigurosa para argumentar sus puntos de vista, fue un hombre de una inteligencia
clarividente. Contrapuso la Razón a la Historia y no hizo de aquella una servil
empleada de esta.
El peso de la responsabilidad es un libro que condensa en tres figuras
el espíritu de la Francia de entreguerras, del papel de los intelectuales en la
vida pública, y de la responsabilidad de las sociedades cuando deciden a quien
escuchar, a quien atender. Blum, Camus y Aron son encarnaciones de la
inteligencia y la mesura. Tres carácteres muy distintos que se conjugan en la
prudencia y la sensatez, y que Judt les rinde homenaje en un libro elegante que
se lee sintiendo la admiración de su autor hacia quienes considera hombres íntegros
(en el sentido de reconocer sus propias mezquindades, debilidades e
inconsistencias y sacarle provecho) que hicieron girar el pensamiento de Europa
cuando muchos estaban embrujados por la hechura del hombre nuevo. Es un libro
que reconforta, que reconcilia a quien lo lee con la discusión de las ideas,
con la honestidad intelectual y la dignidad del conocimiento, la modestia
cuando se está cerca de la verdad y la humildad cuando se está equivocado,
virtudes enlodadas por la ruindad de la gritería burdelera que encuentra
altoparlantes en la rijosa patulea revolucionaria [y cada vez con más
frecuencia en la voz común].
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