A ciegas
El
título no solo alude a lo que el protagonista y narrador representa: aquellos
hombres que llevaron hasta las últimas consecuencias la posibilidad de la utopía,
aquellos que navegaban sin lastre moral, sino que también alude necesariamente
al lector [y quizás, me aventuro, al propio autor]. Porque la lectura de A ciegas (Anagrama, 2006) del triestino Claudio
Magris, se resuelve en un andar a tientas por un campo minado: cada capítulo es
el encuentro con lo inesperado, con historias que pueden remontarse a la antigüedad
clásica, a la recóndita Oceanía, a la Islandia del siglo XIX, a las
revoluciones comunistas y fascistas del XX, hasta el presente más inmediato, el
de otras navegaciones, estas últimas en las pantallas de los computadores.
Claudio
Magris es uno de los autores vivos más portentosos de Europa. En esta novela
concentra y a la vez explaya, la erudición,
el conocimiento sobre el continente culto, de la historia lejana y reciente de
Occidente, incluso las más distantes (de la Islandia invadida por el Danés
Jorgen Jorgensen hasta la Australia penitenciaria), la descripción de viajes
por tierra y mares bravíos, la inmersión en la literatura clásica, los
conflictos políticos de la primera mitad del siglo XX, y los caminos sinuosos,
oscuros y terribles que conducen a un hombre a la locura postrera de querer
cambiar el mundo. Y terminar en un sanatorio mental narrando la Historia como
si fuese una suerte de palimpsesto autobiográfico. Y Magris lo hace posible al
reunir todos los recursos literarios, todos sus registros, tanto narrativos
como ensayísticos, hasta alcanzar en algunos capítulos meridianos una prosa poética
hermosa, para dar cuenta del desencanto —o desesperación— de un anciano ante la
promesa moderna incumplida. Y cuyo costo fue un siglo de locura sangrienta.
Atraviesa toda la novela la historia de Jasón y los argonautas, de la que
Cippico se siente heredero, vergonzoso heredero. El vellocino de oro es la meta
de la revolución (el ideal de solidaridad que debe ser impuesto. El infierno
servido), y estará signado de rojo; el sentido de purificación que tiene la
aventura argonáutica se desvía cuando la ambición de poder lo ha corroído.
Cippico lo sabe, lo resiente: "Desde el origen el vellocino de oro está manchado
con sangre".
Quien
narra esta novela apoteósica es Salvador Cippico, italiano nacido en Tanzania a
comienzos del siglo pasado (1910), encerrado hoy en un manicomio. Su vida se la
cuenta al doctor Ulcigrai. Salvatore soltará una verborrea caprichosa en la que
los recuerdos se superponen, se vinculan, se retuercen y terminan por dar orden
(un orden que la memoria prodigiosa le permite, incluyendo las aventuras y
desventuras de otros personajes con los que se identifica) a lo que se
constituye en estilo, en concreción narrativa, exigente en las páginas
iniciales, pero que una vez el lector ha afinado el oído a la voz de este
demonio afligido produce una melopea tanto placentera como dolorosa en los espíritus
sensibles. La humanidad gira en espirales concéntricos en quien pareciera ser —contra
todo pronóstico— el diablo capturado e interrogado por pacientes doctores que
lo estudian, toman notas, interrogan, asienten o entrecierran el ceño al
escucharlo. Y el lector, mientras, acompaña a ciegas a este hombre que añora el
mar, donde los hombres adormecen la soberbia ante una fuerza superior.
Dachau,
Golik Otok, Hobart Town, Fiume, Cape Town, Trieste, Roma, Frankfurt, Madrid,
Moscú, la Yugoslavia de Tito, lugares, cientos de lugares, rincones,
trincheras, prisiones, camarotes, barcos y navegaciones alrededor del mundo, y
mucho dolor, venganza, traición, delación y muerte. Descenso inexorable. Épica
del desastre. Cippico, miembro del Partido Comunista, revolucionario hasta la
locura, pareciera sentir nostalgia por la destrucción ante un mundo derruido
por la revolución, por sí mismo. No le es suficiente el cinismo. No le es
suficiente la chanza a aquellos que navegan resguardados en sus habitaciones. Y
narra, no para de contar, porque "¿Quién puede narrar la vida de un hombre
mejor que él mismo?" Necesita hablar, decir, expresar el mundo en su
hermetismo, y no puede hacerlo Magris en boca de Cippico sino echando mano de
un estilo si se quiere arriesgado, oracular, abigarrado, y eso sí, no exento de
belleza: "Se te encoge el corazón, mientras se te llevan, lejos, y
entonces uno se pone a hablar, a contar. Un manojo de historias hechas añicos,
un puñado de arena que se pierde en el mar. Cuando el agua te llega al cuello
hace bien hablar, aunque se entienda poco de todo ese borboteo y las palabras
no sean más que sollozos, burbujitas de aire que salen de la boca de quien han
tirado abajo, salen a la superficie y estallan (...)". Como cada capítulo.
A ciegas es el doloroso y mefítico testimonio de quien ve y vive el derrumbe del comunismo y la (im)posibilidad maliciosa de intentar llevarlo a cabo, y al límite del delirio se insta a hablar sin parar como quien sabe que todo ha terminado: "Cuando la revolución se acaba, lo que queda es una inmensa cháchara, porque no queda nada más: todos vengan a parlotear, como la gente que ha visto un espantoso accidente de carretera y se detiene en el arcén, en corro, comentando lo sucedido".
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