En tierras bajas
En
los relatos de Müller la precariedad es la norma. La creencia de una vida
cercana a la naturaleza, desprovista de las comodidades materiales, como
apacible y bucólica es desmentida en En tierras bajas
(DeBolsillo, 2016; edición especial de BancSabadell, 2010). En estas páginas la
Nobel rumana, de origen suabo del Bánato, la región alemana de Rumanía,
describe la ruralidad en la que vivió su infancia en aquellas tierras olvidadas
por el mundo y aplastadas por la ideología. La cercanía a la naturaleza también
es una cercanía al ser humano natural. Müller no se deja engañar por la fábula rousseauniana. La ruralidad no solo es una condición
material, es también un estado del alma. Cada uno de los relatos es una
constatación de que la bajeza y la ruindad anidan en el ser humano, y que hay
condiciones que pueden hacerlas brotar hasta constituirse, la vida, en solo
vileza.
La
voz de los relatos es la de una niña, que observa cómo el mundo es hostil y que
responde con agresividad incluso cuando la alegría es posible. Hay rudeza,
crudeza y tosquedad en la vida de una familia campesina en la que esta niña —suponemos
trasunto de la propia Herta Müller— crece y descubre el mundo. Un mundo que por momentos se le presenta amable para
de inmediato tornarse violento y desalmado. Así, la pequeña termina por vivir más
con miedo que con asombro. Un miedo que llega de la adultez hipócrita y feraz
en ruindades, brutal y despiadada.
Muerte,
embriaguez, pesadilla, dolor, llanto, desdicha, mentira, sangre, pobreza,
enfermedad, incesto latente, locura, constituyen el paisaje humano y natural
que ven los ojos de la niña que narra. Y narra sin escatimar recursos, es una
voz que sin dejar o suspender la candidez de la mirada infantil, le da cabida a
los temores que atormentan a los hombres, temores que conforman la cotidianidad
de una vida elemental, básica, signada por la tierra que pisan estos pueblos
hambrientos y enfermos, sufrientes de las miserias provocadas por las fuerzas
ideológicas. Son quince relatos de la indigencia.
El
más pequeño de la casa lo baña su madre en la bañera común, luego irá ella; la
espuma jabonosa ya comienza a rodear la bañera, el agua enturbia; así hasta
llegar al abuelo, quien se baña con el agua ennegrecida y fría luego de que
todos los integrantes de la mísera familia ha pasado por ahí. En otra escena,
la niña que narra ve cómo su padre —quien se embriaga cada noche y regresa a
casa hecho pura violencia— fractura una de la patas de la ternera que crían en
la parte de atrás de la casa, para poder sacrificarla "legalmente", a
la llegada del veterinario, la niña ve cómo su padre le deja caer unos billetes
en el bolsillo de la camisa para que firme la aprobación de sacrificio y poder
cocinar la ternera. La niña termina por odiar a su padre, y a toda la familia
por permitir tal crueldad. Por alguna norma, esas que planifican la economía y
el hambre de un país, las terneras no pueden ser sacrificadas en el pueblo. En
otra escena la niña peina a su padre, le gusta hacerlo, cepillar su cabello y
hacerle trenzas, pero al solo rozar su cara con las manos el padre le da una
bofetada y la niña desconcertada se va a llorar a un rincón. La abuela la
obliga a dormir la siesta para que crezca saludable, la encierra en una
habitación oscura por horas, la niña no logra sino tener pesadillas horrendas.
La
alegría es solo el presagio de la desgracia. "Papá canta, y la cara se le
cae cantando bajo la mesa, sobre los listones cruzados que sostienen las patas,
maldita sea, somos una familia feliz, maldita sea, de vez en cuando el vapor
nos corta la cabeza de un mordisco, de vez en cuando la felicidad nos corta la
cabeza de un mordisco, maldita sea, la felicidad nos devora la vida". Este
lenguaje en el que la contradicción impone una tensión irresoluble, un quiebre
entre la mirada infantil y el mundo que en principio debería acoger esa mirada,
un desgarramiento temprano que violenta la niñez y obliga a sumarse a la
adultez grotesca y agresiva que rodea, penetra y rompe ese tiempo feliz que
desde hace un par de siglos es la niñez en el mundo occidental.
Esa
niñez será entonces solo miedo: "Mi corazón palpita de alegría. Aguardo la
noche. También hay miedo en la alegría. Mi corazón palpita de miedo en la alegría,
de miedo de no poder seguir alegrándome, de miedo de que el miedo y la alegría
sean la misma cosa". En otros libros de Müller esto será una constante.
Como constante será la aprehensión al hombre que todo lo pervierte una vez es
raptado por la maldad. Cabe recordar que este primer libro de relatos fue
censurado por la dictadura comunista de Ceaucescu, que hundió a su propio
pueblo en una de las miserias más dramáticas de todo el bloque de la bahorrina
soviética. Müller describe la precariedad, penuria, cicatería de su infancia, y
la descripción se desplaza hacia instancias poéticas. La belleza brota en el
lenguaje, la realidad abyecta de los hombres desemboca en poesía de una extraña
belleza, como si ella misma fuese esa tensión entre contrarios que quizás el
lenguaje logra mitigar. Una sórdida belleza.
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