El alcohol y la nostalgia
Recordar es un desplazamiento en el
tiempo. Y este desplazamiento puede tener un correlato espacial. Quizás por eso
el viaje en tren propicia echar a andar la memoria, abre paso para que los
recuerdos, al ritmo del traqueteo de los vagones sobre los rieles, emerjan del
aparente olvido, y se descubran, se revelen fuera del cofre que los atesora.
Mientras el tren avanza en su recorrido, la memoria se desplaza al pasado, y
cada recuerdo se asemeja a una estación.
El escritor francés Mathias Énard,
especialista en Oriente próximo, con estudios de árabe y persa, viajero
incansable, establecido en Barcelona desde hace dieciséis años, reciente
ganador del prestigioso Premio Gouncourt 2016, logra escribir una novela breve
monumental. Leer El alcohol y la nostalgia
(Literatura Mondadori, 2012) es dejarse encantar por un arrebato, a ratos
bernhardeano, de recuerdos tan sentidos por el protagonista que el lector no
puede sino abandonarse a la historia de un triángulo amoroso que contiene otras
historias, similar a las muñecas llamadas matrioshkas: la de la Rusia zarista,
revolucionaria y contemporánea, el desencanto de una generación sin épica, y
las distancias insalvables entre lo deseado y lo conseguido, con la muerte como
interruptor abrupto del amor condenado al frío gélido de las estepas
siberianas.
Desde Moscú a Novosibirsk, entre Nizhni Nóvgorod,
San Petersburgo y Ekaterinburgo, Mathias recuerda la profunda amistad que lo
unió a Vladimir, y cómo junto Jeanne, la mujer que los amó a ambos y ambos
amaron, conformaron una troica que la culpa y la muerte separó. Como si
aquellas muñecas, las rusas, una vez vaciadas ya no pudiesen contenerse una
dentro de otra. Mathias recibe una llamada en la madrugada (en París) —esas que el solo repicar ya es
funesto— de Jeanne, desde Moscú; al nombrar a Vladimir ya todo se sabe. Mathias
viaja a Rusia, se encuentra con Jeanne y tomará el Transiberiano para acompañar
los restos de Vladimir hasta su pueblo natal en Novosibirsk. Es este viaje el
que hará posible otro, el viaje de la memoria desde que Jeanne decide irse a
estudiar a Rusia y abandonar París, dejando a Mathias atrás, quien la irá a
visitar a Moscú y conocerá a Vladimir; entrelazados en una amistad de tres
esquinas que se alimentaba de los deseos insatisfechos y de mucho alcohol,
desamparo y también de una armonía demoníaca de placeres, risas y drogas,
estableciéndose una unión afectiva y destructiva que signará el resto de sus
vidas, hasta la inminente implosión y resquebrajamiento de la amistad.
En cien páginas, la soledad y Siberia
En tan solo un centenar de páginas —que
se sienten mil— el narrador del mismo nombre del autor, y en la difícil segunda
persona, contará y conjugará una historia de amor y amistad que trasciende a la
relación hasta dar cuenta de una nación tan grande, poderosa y dramática, que
pudo adjetivar el alma. El alma rusa. Mathias, Vladimir y Jeanne son unos jóvenes
que llegaron tarde a los grandes acontecimientos que hicieron cambiar al mundo
en el siglo XX (se encuentran en el desangelado siglo XXI), las dos grandes
guerras y entre ellas varias revoluciones, o solo una continua que pronto
cumplirá cien años y no deja de sumar muertos [desmintiendo que no hay mal que
no los dure] aún cuando los grandes relatos que dieron orden a ese siglo se
descubrieron ilusión: "(...) la revolución que todo lo tritura, hombres
mujeres mujeres hombres incluso niños, la revolución, quedan restos en
nosotros, pedazos de un viejo sueño de adolescencia mal madurada de quien no
tuvo posibilidad de sostener un fusil para defender sus sueños: a mí me
pusieron una jeringa en las manos en lugar de un fusil o una bomba, yo hubiese
preferido recorrer la estepa en aquellos pequeños caballos y gritando:
"Cosacos, cosacos, ¿vais a dejar que destruyan vuestro ejército?", le
dice Mathias a un Vladimir ya fallecido pero más vivo que nunca en el recuerdo,
mientras puede ver el blanco y cenizo paisaje que anuncia los Urales, y que es
también una fosa común, víctimas de quienes creyeron haber descubierto los
mecanismos de la historia y quisieron adelantarla con el combustible venenoso
del odio. Y la Rusia ostentosa, decadentemente glamurosa, de la moda, de los
autos blindados, las drogas sintéticas, de rubias que se deslizan por las
calles de Moscú agujereando sus calles con tacones que parecen floretes, una
Rusia que desea riquezas para mostrarlas en el club nocturno más elegante y que
se despierta a la mañana siguiente con una resaca de vodka que lleva siglos.
Novela que parece contenerlo todo. Novela
que narra los fenómenos del alma individual y lo que expulsa sobre la tierra.
El amor, la amistad, la lealtad, la soledad, el miedo, el terror, la muerte, la
incapacidad de la razón para asimilar el aluvión del mundo, la belleza de la
naturaleza avasallante sobre la pequeñez del hombre que debe ahogarla en vodka
para soportarla; y el fracaso. Porque Mathias quiere ser escritor, quiere vivir
como escritor, pero sin tener que enfrentarse a sí mismo y al mundo ante la página
en blanco. Fracaso que se le muestra a cada instante en el conocimiento de la
literatura rusa del propio Vladimir, en contraste con su conocimiento de la
literatura norteamericana, pero que logran armonizar en sí mismos cuando
recuerdan las juergas que juntos se armaban al recorrer Rusia, la Moscú dantesca,
la Ekaterinburgo "ciudad de la masacre y la industria pesada", el San
Petersburgo de Pedro el Grande: "De camino siempre nos cruzábamos con
escritores, el último apartamento de Dostoievski, el de Anna Ajmátova, la casa
de Nabokov cerca de San Isaac o el hotel de Inglaterra donde había muerto
Esenin, los rastros de estos genios me hacían sentir un tanto melancólico, todo
era blanco, ahogado en nieve, costaba creer que en primavera había insectos y
vida en los parques, mariposas para Nabokov el enamorado de los coleópteros,
barcos en el Neva, amantes en el puente de madera (...) esa belleza barroca al
borde del golfo de Finlandia (...)". Y ese espíritu aventurero, ahogado en
el sin sentido de un mundo al que fueron arrojados, le hacen frente con
Tolstoi, Kerouac, Pushkin, Ginsberg, Babel, Carver y Gógol, y un inalcanzable
Bernhard que Mathias —tanto narrador como autor— por momentos logra asemejar en
estilo con unas parrafadas que sin exigir aliento como las del austríaco,
poseen al lector como si se tratara de una prosa etílica, que embriaga, desarma
la voluntad y lo conduce hacia una borrachera de nombres, acontecimientos y
sentimientos que se encabalgan, de una manera hermosa, mientras el
Transiberiano avanza por un paisaje inabarcable de más de 9.000 kilómetros;
vagones que ahora transportan recuerdos y borracheras y que en otro momento
transportaron horrores a los campos de trabajos forzados.
Viaje convertido en literatura
El alcohol y la
nostalgia fue
escrita para ser transmitida en la radio de France Culture, así que primero tuvo una versión radiofónica.
El motivo fue el año de celebración de la cultura rusa en Francia hace ya seis
años. Mathias Énard junto a otros poetas y narradores fue invitado a escribir
sobre el Transiberiano y decidió hacer el viaje que hace el propio protagonista
y narrador, ese otro Mathias. Una narración
erudita, enciclopédica, que sorprende en su brevedad y logro: las emociones más
íntimas se vinculan —en un tejido de relaciones que pudo convertirse en maraña
y termina siendo un armonioso y cadencioso mapa— con acontecimientos históricos
y contemporáneos de Rusia como si la intimidad de los personajes se desplegase
sobre la vastedad del territorio y de los siglos en los cuales una vez los
zares construyeron un imperio y los revolucionarios acabaron con él para instaurar
otro más cruento, y que desembocaría en la oquedad espiritual del siglo XXI. La
literatura va dando testimonio de ese tránsito y Mathias lo señala
constantemente en este viaje también literario.
Mathias, Vladimir y Jeanne, tres
personajes desamparados, desasistidos que se sostenían cada uno sobre los frágiles
hombros del otro hasta que las fuerzas flaquearon y solo daban para unos tragos
finales. La soledad, el alcohol y el dolor del recuerdo por volver a un lugar
sin territorio —la mujer amada— y tan vasto como Siberia. La nostalgia.
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