Rondó para Beverly


A tan solo un mes de la muerte de su esposa John Berger escribe (con apertura y epílogo de Yves Berger) una brevísima elegía a su mujer, Beverly Bancroft. Escribir el recuerdo. Pensar el ser amado para vivirlo. John Berger escucha Rondó n.º 2 para piano (op. 51) de Beethoven y escribe que ha sentido que ella regresa, que su ausencia se torna presencia. La delicadeza, la sutileza de la pieza se transmuta para ser ya no recuerdo sino existencia. Y Berger se rinde ante la belleza conjunta de música, palabra y memoria en Rondó para Beverly (Alfaguara, 2015).

Cuarenta años juntos. El escritor, pintor, crítico de arte y fotógrafo recién fallecido (02 de enero pasado) le dedicó un último libro a su amada Beverly. No hubo página que no leyera antes que nadie. Y es que su esposa fue editora de Penguin Books. Cuarenta años compartiendo la intimidad más próxima al espíritu que era también oficio. La palabra escrita no sería leída sino por ella antes de llegar a los lectores. En esta instancia hay algo sacro. Un velo púdico que solo es develado ante el ser amado y que solo es posible durante el amor. El lector que se acerque a este opúsculo tierno y leve como un rondó, se sentirá conmovido y un tanto avergonzado al descubrir que estas páginas no fueron leídas por Beverly antes de llegar a sus manos.

En la hermosa intención de seguir conversando con su amada, John Berger insinúa tal vez que el lector es quien avivará la evocación: "Al mismo tiempo es un mensaje al lector sobre ti. Para ti y sobre ti", y es entonces cuando el aquel se siente invitado a compartir el dolor de Berger. Es la necesidad de saber de ella. De que sea pensada, de que Beverly sea leída. De que Beverly sea admirada como el propio Berger lo hacía. Sus manos, cabellos, pies, labios, cada extensión de piel es acariciada por Berger, sublimando el recuerdo de su contingencia y reconociendo y asombrándose de esa mujer a la que amó tiernamente hasta sus últimos días. Convaleciente de un cáncer que apenas le permitía moverse en cama, Beverly era atendida por John con una entrega incondicional, y nada menos que cada palabra de este librillo posee y transmite el ordenarse a otro ser humano, reconocer en el otro el sentido de la propia existencia y abandonar toda mezquindad y egoísmo para vivirse en él como un potenciador de la existencia hasta que en cada detalle, nimiedad, objeto que la rodee, se halle el mundo. El milagro de cada instante en compañía. Y el milagro también de poder evocar a Beverly desafiando el tiempo: "Miramos atrás y tenemos la sensación de que estás con nosotros en el momento de mirar. Es absurdo, porque estás más allá del tiempo, donde no existe ni atrás ni adelante. Y, sin embargo, estás con nosotros. ¿Podría ser que de un modo incalculable seamos nosotros quienes nos reunamos (¡brevemente!) contigo en algún lugar más allá del tiempo? ¿Y podría ser que suceda en virtud de la naturaleza de los momentos que recordamos? Momentos que eran eternos cuando ocurrieron".


Cada palabra es una pincelada. Y al final ese cuadro explayado en páginas será una esposa y una madre amada. Los dibujos de Yves Berger, algunos retratos hechos a su madre, a su padre, el dibujo de algunas prendas de Beverly dan cuenta de una paridad expresiva entre la palabra y la representación pictórica. Las cosas de Beverly son también ella. Y al igual que la memoria, selectiva, archivadora y caprichosa, llega el momento de desprenderse de algunas de aquellas para poder atesorar las más preciadas. Un abrigo, una chaqueta, unos zapatos, trascienden su utilidad y se cargan de significado. Es muy difícil deshacerse de ellos sin sentir que hay una certeza de que no volverá la persona amada. Quizás por eso los amantes viven el desamor como un duelo y atesoran todo aquello que es la persona amada [el escritor turco Orhan Pamuk ha escrito una novela hermosa sobre esta relación con los objetos del deseo amoroso: El museo de la inocencia]. Este duelo de Berger es dulce, melifluo, no hay desespero ni encono, solo un profundo reconocimiento de que la vida ha sido posible en tanto que ella, Beverly, la hizo posible.

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