Ahí está mi casa


Durante buena parte de su juventud tocó la trompeta en una banda de jazz. La tocaba tan bien y apasionadamente que estuvo por firmar un contrato profesional. Así se llegó a ganar la vida por un tiempo. Para placer de los lectores se decidió por la escritura. Cuando estudiaba neurología se sometió a tratamiento psicoanalítico por estrictas razones profesionales. Mucho tiempo después sus estudios sobre la traumatización secuencial en niños huérfanos judíos bien le valdría el reconocimiento mundial. También estudió educación física, profesión que ejercería entre colegios mientras seguía sus estudios de medicina. El prestigio al margen de la práctica médica le llegaría por sus libros de narrativa, ensayo y poesía. Una obra que hizo sin ninguna ambición literaria. Hans Keilson vivió 102 años, le ganó al siglo, sobrevivió al entusiasmo de la Primera Guerra Mundial, al estrambótico infierno de la Segunda, a la persecución nazi, atendió consultas hasta pasados los 90 años, escribió varias novelas entre las que se encuentra una obra maestra (La muerte del adversario) y un libro de memorias que por dos cuartillas no alcanza en páginas su edad al morir. Nació en 1909 y falleció en 2011.

Los años de infancia Keilson los vive en Freienwalde, pueblo balneario al noreste de Alemania que, por sus condiciones climáticas, es un lugar frecuentado por turistas que llegan principalmente de Berlín. El pequeño Keilson patinaba cuando el río Óder (que demarca la frontera con Polonia) se congelaba en invierno. La presencia judía en Freienwalde se remonta al siglo XVII. Los Keilson son una familia de comerciantes que hacen vida en este pueblo apacible en donde el paisaje invita al mutismo; los padres acostumbran largas caminatas por el pueblo y sus alrededores, son apreciados por todos los vecinos. Su padre y madre están a cargo de un par de tiendas, una de ellas de moda —la más conocida— en frente de la plaza del mercado. Anota Keilson: "Mucha gente nos saludaba por la calle, nos conocía y nos daba los buenos días. Reinaba una concordia en la que no se atisbaba el menor indicio de la transformación que se obraría más tarde".

Ahí está mi casa (minúscula, 2013) es la historia de esa transformación. Hans Keilson ha escrito unas memorias en las que sabiduría, tristeza y lucidez fluyen [me atrevo a asegurarlo] al ritmo que tanto le apasionaba encontrar cuando entre sus manos soplaba la trompeta: a medida que las imágenes surgen del recuerdo, Keilson intenta darles un contexto íntimo de significación emocional. La transformación que "obraría más tarde" va manifestándose en la cercanía inmediata de Keilson: un saludo negado, una mirada desviada, un rechazo disimulado con cortesía, un señalamiento solapado, un mínimo ademán que esconde como una semilla y fruto en potencia, la maldad contenida en un gesto que solo es identificable cuando ya el mal ha contagiado a los hombres hasta convertir el mundo en una fosa común.

En estas memorias no se narra la historia en su instancia máxima sino en su penetración mínima, en la casi imperceptible gestación anterior al desbordamiento de sucesos que luego historiadores intentarán ordenar. No hay cronología de hechos. Lo que encuentra el lector es una galería de recuerdos en los que en cada uno de los veintidós capítulos se exhibe —como en salas independientes unidas por pasillos comunicantes— un destello de memoria, que una vez transitados, se reconoce como museo de recuerdos que sutil, delicada y sentidamente dibuja, deletrea y con domesticada amargura exhibe el nacimiento del mal. Para Keilson el nazismo no nace con la llegada de Hitler a la cancillería, ni con el intento de golpe de estado que lo conduciría a la cárcel, ni con la publicación de Mein Kampf (que intentó leer pero le pareció "insufrible"), ninguno de estos acontecimientos representan para él un punto de partida del odio como razón de Estado. Es el indicio, la señal mensurable posteriormente, el signo que la memoria guarda y que con el pasar de los años se logra desentrañar su naturaleza: "Nuestro profesor de alemán en Freienwalde, un hombre llamado Geissler, nos animó a elegir nuestro poema preferido y a discutirlo luego con toda la clase. Yo elegí el poema de Heine Los tejedores silesianos y lo recité. Pero en ese momento se levantó el delegado de clase (todavía me acuerdo de su nombre, era el hijo del propietario de la tienda de ultramarinos) y dijo que la clase se negaba a debatir sobre aquel poema porque hablaba mal de la patria, literalmente. Aquello, para mí, marcó el principio, el verdadero inicio de la era nazi". Estas memorias insinúan los inexplicables caminos que vinculan las experiencias personales con los acontecimientos históricos que hicieron posible la devastación de un continente.

[Este esfuerzo por lograr desentrañar en un recuerdo vago, nimio, en apariencia inocuo e inofensivo, el origen de la desgracia, vale la voluntad para quizás poder identificarlo en otro tiempo, cuando creamos que no puede suceder de nuevo la organización de la vesania, el resentimiento como norma. Nunca se me olvidará lo que una vez le escuché decir a un hombre de unos cincuenta años hace poco más de tres lustros, cuando la ruindad no tenía constitución propia: "me gusta lo que hace, se parece a mí, no se le queda callado a nadie": soberbia, vanidad e ignorancia donde las haya. Silencio era lo que necesitábamos. Años antes de nuestra caída, un amigo entrañable, a mi pregunta por cuál revolución ha alcanzado el Paraíso e invitado a sus beneficiados a disfrutar del logro edénico me respondió, sin ruborizarse, que tal estado no se había alcanzado "porque siempre hay gente como tú".]

Ahí está mi casa es también la historia del exilio, de las separaciones, de las identidades falsas, de las despedidas y las persecuciones. Del silencio de aquellos a los que se les ha asignado la muerte. De la culpa por no haber hecho más (Hans Keilson no pudo sobrellevar la responsabilidad que se endilgó por la muerte de sus padres ancianos en Birkenau). Es la historia de cómo la tragedia sigilosa y cautelosamente invade espacios, corazones, y deforma la vida: la convivencia es violencia, la solidaridad es delación, la amistad un milagro y la supervivencia suspende la dignidad. Keilson haría de su exilio en Holanda su hogar, país que recibió a esos "hermanos mayores de la fe" como llamó San Juan Pablo II a los judíos, pero que también entregó a la industria de la muerte que fue el Tercer Reich. "En casa en tierra extraña" escribe al final de estas memorias inacabadas, que no incompletas, (que se leen de nuevo con la misma admiración, resquebrajamiento del ánimo y agradecimiento una vez terminadas) y que armonizan la aparente contradicción que sugiere la frase con el recuerdo de la lectura de un libro de otro judío excepcional, Enmanuel Lévinas, en el que relata que cuando Abraham abandonó su casa en Ur-Kašdim y se largó a petición divina "plantó un árbol en el desierto, un terebinto. Según el Talmud, las tres consonantes primordiales de esta palabra, trb, corresponden a las iniciales de las palabras hebreas para denominar la bebida, la comida y la casa. Abraham estaba en casa en el desierto". Me temo que Abraham no sembraría un terebinto en este otro desierto.


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