La máquina de hacer españoles
Tercera edad. Juventud prolongada.
Eufemismos para señalar la vejez como si hubiese que paliarla con el lenguaje.
Como si el culto a la juventud, la patológica infantilización de la sociedad
occidental, instara a ocultar el paso del tiempo sobre los hombres. Un
personaje de la novela la máquina de hacer españoles
(Alfaguara, 2010) del portugués Valter Hugo Mãe, libra un tour
de force con un poema de Pessoa, como si la vida pudiese
inmortalizarse en un verso o el verso inmortalizara la vida. Pero ese
personaje, Esteves sin metafísica, del poema Tabaquería,
no es el personaje principal de esta novela, pero es quizás el más encantador
por tratarse de un hombre del que el propio gran poeta luso se ha despedido un
día cualquiera y ha hecho del Universo un lugar sin ideales ni esperanza.
Esta novela narra la historia de un
hombre que a sus ochenta y cuatro años pierde a su amada esposa luego de medio
siglo juntos. António Silva ha visto morir a Laura, y el mundo se le construye
como aquellos versos de Pessoa. Internado en un asilo llamado "La edad
feliz" (eufemismo donde los haya), Silva tendrá que convivir con otros
ancianos, tendrá que dejar que su dolor ceda ante la amistad de otras soledades
que esperan la muerte mientras los cambian de habitaciones con vistas al
cementerio. Porque el paso del tiempo en el ancianato es el recordatorio
constante de que la vida ya se ha vivido, de que solo resta la despedida última
y esta no es dulce, ni apacible, es lúcida si la salud mental es benevolente.
Pero no necesariamente trágica.
En "La edad feliz" se
encuentran personajes encantadores, que limitan con la locura y la sabia
desfachatez con que la vejez premia a los espíritus libres, y que ante el dolor
del abandono, la rabia de ver cómo el mundo sigue andando al margen de su
aislamiento, las posturas formales de la familia que iniciaron y conformaron y
que ahora solo representan la visita dominguera, se rebelan mirando no solo a
la muerte a los ojos sino a la propia memoria que les recuerda quiénes son o
fueron a diario, y hacen de la cotidianidad una épica minúscula que contiene la
vida y que desafiará los versos finales de Tabaquería.
El dulce y atento Américo quien cuida de los ancianos con atenciones
incondicionales; el Silva europeo quien lleva ese apellido y le cuenta cada
tanto a António Silva la significación del nombre; Marta, la anciana internada
quien espera las cartas de un hombre mucho menor que ella y que nunca llegan;
entre tantos otros que conforman un catálogo de derrotas y esperanzas
frustradas. Y Esteves sin metafísica, el hombre al que Pessoa saludó en un
poema y que está pronto a cumplir cien años.
Y esa épica minúscula se constituye en el
propio estilo de Hugo Mãe, deudor de escritores tan disímiles como consagrados:
José Saramago y António Lobo Antunes, y desde cierta lejanía, de uno de los
grandes y olvidados escritores portugueses del siglo XX, Vergílio Ferreira. El
uso de la mayúscula es mínimo en la novela, se restringe a un par de capítulos
en los que la misma búsqueda de orden (se ha producido un incendio en el último
piso del ancianato y se llevan a cabo algunas investigaciones oficiales) exige
la norma. De resto, la voz de Silva será una suerte de verborrea minúscula que
se mezcla con las voces de los personajes más cercanos a él. Sin llegar al
aluvión prodigioso de Lobo Antunes, Hugo Mãe logra un ritmo en su prosa ágil y
cálido, en el que las situaciones trágicas se apaciguan con la ironía y la
honestidad del propio Silva, dando como resultado la ternura. La lectura se
hace trance, en un encantamiento por la inmediatez de lo ordinario que Mãe
resuelve siempre en minúsculas, porque quizás no hay pretensión de solemnidad,
solo la intención de brindarle honores a su propio padre a quien dedica este
libro.
Dolor, muerte, enfermedad, vejez,
memoria, política, identidad nacional, historia reciente de un Portugal que a
veces ve con nostalgia los años del dictador austero Salazar (porque era el
referente al cual resistirse), que no se encuentra a sí misma en la idea de una
Europa moderna y cuya juventud emigra (y de ahí el título), para dar con un
futuro que no se resolverá en tierras lejanas, porque en un mundo que se niega
a crecer, la adultez es un futuro negado desde mucho antes de pensarlo. Desengaño
y también coraje para verse a sí misma, la sociedad portuguesa da escritores
que no tantean o coquetean con la escritura, sino que crean obras que como el
propio Esteves inician el reto del paso del tiempo con aplomo deslumbrante.
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