La uruguaya
La
confesión surge cuando hay una fractura entre la vida y la verdad que es
insoportable. Esa grieta que irrumpe en lo que se creía irreductible, sólido,
indestructible, corroe la conciencia hasta exteriorizarse, hacerse gesto,
caricia, palabra y acción. La infidelidad quizás sea como la grieta que se
asoma cuando la filtración ha hecho su trabajo penetrando las estructuras sin
dejarse sentir, hasta que ya no hay manera de detenerla sino echando abajo toda
la pared, su concreción es el final de un deterioro anterior.
Una
gota persistente se escucha en las noches más silenciosas y no se sabe dónde
horada el resquebrajamiento, dice el narrador y protagonista de La uruguaya (Libros del Asteroide, 2017), del
argentino Pedro Mairal dando una imagen poderosa de lo que ha sucedido en su
matrimonio. La novela narra la confesión de Lucas Pereyra, un hombre entrado en
los cuarenta que se ha enamorado de una jovencita irresistiblemente atractiva
que conoció durante un festival de literatura y con quien llegó a intimar pero
no a consumar la atracción.
Cuando
escribe su confesión de infidelidad a su mujer, Catalina, ya viven separados y
comparten la custodia de su pequeño y listo hijo Maiko. Como otras narraciones
que transcurren en un día, Lucas recuerda aquel en que salió de casa en Buenos
Aires hacia Montevideo para poder cobrar el adelanto por dos libros que aún no
había escrito, una novela y unas crónicas reunidas que tendría que editar, para
sendas editoriales españolas. Debido al control cambiario impuesto en Argentina
durante el gobierno kirchnerista, no podía recibir las divisas extranjeras
porque vería reducidas sus ganancias considerablemente, así que aprovecharía la
cuenta que había abierto en Uruguay hace unos años para poder cobrar en
efectivo y traer de vuelta los dólares a Baires con los que al tipo de cambio
extraoficial podría dedicarse a escribir un año sin preocuparse por los gastos
y las deudas.
Esa
circunstancia que se escapaba de sus manos terminaría por conducirlo a una
espiral de enamoramiento adolescente tras Guerra, la jovencita uruguaya con
quien soñaba y estaba deseoso por ver de nuevo. A veces, eso que llaman
Historia propicia hacer aquello que solo se deseó en sueños. No se sabe cómo se
manifestará aquella Historia en la pequeña historia de cada quien. A veces la
voluntad se levanta como un barrilete y se deja sacudir por los vientos. La
infidelidad se gesta en el mismo momento en que se sabe que a quien se ama es
ya distancia: "(...) esas noches en que estabas tan cansada que no te
llegabas a meter del todo en la cama, quedabas entre el edredón y la sábana, y
yo más tarde en la oscuridad me metía bajo la sábana y no te podía ni
cucharear, ni pasar la mano por la cintura, ni agarrarte las tetas, ni darte un
beso en el cuello, separados por una tela tirante, estábamos al lado pero
inalcanzables, como en dos planos distintos de la realidad." Y en el
reproche la grieta comienza a asomar su irreparable ruptura: "(...) Si vos
querés reducir tu vida sexual a dos polvos por mes hacelo, yo no puedo vivir
así, te dije."
El
narrador desovilla sus frustraciones, sus soledades, inseguridades,
mezquindades y miserias. Es una confesión y, aunque sea un personaje de
ficción, al seguirlo durante las diecisiete horas se siente como si no solo
fuese un género literario (lo que hizo Rousseau) sino el reconocimiento de
aquella fractura entre vida y verdad que trasciende a su propia intención
literaria (lo que antes había hecho San Agustín), y es este quizá, el mayor
logro de esta novela breve: la autenticidad de una voz y la honestidad de un
personaje que se derrumba y lo reconoce sin soberbia para intentar comenzar de
nuevo sin reconstruir, sin reparar, sin reiniciar. El prefijo re- es un lastre.
La
infidelidad es una herida, profunda. Solo se podrá ser infiel una vez. Siempre
será una sola vez sin importar cuántas hayan sido las infidelidades. Eso lo
sabe bien el narrador quien, con un lenguaje desprovisto de piruetas
metafóricas, desdramatizando su situación, embriagado de jovialidad hasta los
límites del ridículo ya a sus cuarenta años, y siendo un tanto indulgente
consigo mismo, sabe que su relación con Catalina se ha quebrado por su
insensatez e inmadurez y aun así, despertará cierta ternura en el lector (no me
atrevo a especular lo que siente una lectora). Es una novela breve perfecta.
Queda
a Pedro Mairal, (si yo fuese su editor se lo hubiese pedido justo al terminar
de leer el original), contar la historia de ese día desde la voz de Catalina,
quien tiene mucho por contar, y la titularía La
argentina.
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