Historia de Irene
Erri De Luca observa. Quizás, con más
indignación que asombro. Con ternura, el revés de la ironía. Observa el mundo
que se muestra en el Mediterráneo. De luz y mar, de cielo y estrellas. Y nombra
lo que ve. Es un aristotélico devenido poeta. Nombra el mundo. Y la palabra lo
contiene. No hay ruptura alguna entre la palabra y su referente. El mundo insta
a nombrarlo. No crearlo o recrearlo. O peor, transformarlo, como propuso el
barbudo padre del genocidio moderno. No. En De Luca hay un tránsito entre mundo
y lenguaje que se da sin mediación. Como una revelación. La prosa del italiano es
divina.
Historia de Irene (Seix Barral, 2016) es un tríptico del
mar y el alma humana. El relato principal que le da título al libro es un encuentro
con la pura Belleza. Y hubiese podido ser publicado sin compañía de los otros
relatos. Belleza alejada de los hombres, distanciada de la mirada mezquina,
envilecida, pero que está ahí para quien se
apiade de sí mismo y mire con humildad el espectáculo que le rodea. Un contador
de historias (el propio De Luca) escucha la de Irene, una jovencita de catorce
años que está pronto a dar a luz. Irene, se dice en la isla (la isla de Patmos,
donde San Juan escribió el Apocalipsis), es sordomuda, pero para el escritor,
cada gesto de Irene, silbido, movimiento y alguna que otra sonrisa —las menos—,
es vitalidad, es lenguaje que le recorre el cuerpo, que siente, y que se
constituye en palabra. En Irene hay presencia real. Irene y el mar se
transfiguran en palabras para el escritor, que las siente como si fuesen
orgánicas.
Irene es un puente entre el mar y la
tierra y De Luca lo transita. Observa y escucha a Irene. Y escribe. Y da cuenta
de la gracia del mar que la recibe y la desgracia de la tierra que lo detiene a
él. Irene nada como los hombres caminan. Es su hábitat. El mar. Con los
delfines, sus pares. Esos hermosos mamíferos que la han recibido en su manada
como un miembro más y le han brindado una sabiduría anterior a los hombres que
De Luca devela para sí y por fortuna, para los lectores. La prosa es diáfana,
concisa, austera, luminosa como el sol del Mediterráneo, como la propia palabra
—la palabra es justicia— que nombra y revela la hermosura del mundo. Y también
la soledad de los hombres.
"Nacer en el mar es pasar de un
líquido estrecho a uno ilimitado. Es salir de un callejón a la amplitud de una
plaza (...) No es el salto en el aire de la especie humana, lanzada del calor
al vacío que seca y no acoge." El escritor napolitano parece sentirse arrojado
al mundo, un vacío heideggereano que mitiga al reconocer la belleza contenida
en Irene y explayada en el mar, el cielo estrellado y el cobrizo atardecer de
una isla en donde se vio el fin del mundo. ¡Cuán cerca está De Luca de creer en
Dios! Quizás Dios se le manifiesta así, en el mar, en Irene, la joven que para
hablar silba como el viento, en Belleza, delicadamente, para no espantarlo.
Irene será madre sin padre, y su hijo será hijo del mar al cuidado de los
delfines. De Luca cuenta, relata: la historia de Irene es mitología.
De Luca ha traducido libros y pasajes
bíblicos, del latín, del griego, del hebreo y del yiddish, tiene una relación
con el lenguaje y el mundo anterior a la que echó andar Mallarmé o Rimbaud.
Albañil, alpinista, camionero, narrador y poeta. Y tiene una relación con la
injusticia anterior a la hipocresía izquierdista de otras latitudes. Es un
hombre que desborda sensibilidad. Y aboga siempre por la causa de los
desfavorecidos, de aquellos que no pueden defenderse de ese otro mito: el del
progreso. Esto lo ha llevado a tribunales (La palabra
contraria, Seix Barral, 2015), y también a la comprensión del dolor
ajeno que hace propio. Ve en el mar la propensión a la igualdad que la tierra
no mitiga. Y he aquí que hace una observación que lo aleja de la patulea
comunista aunque esté muy cerca: "No hay rastro de oro en mis aguas. El
mar, en cambio, lo contiene en grandes cantidades, disuelto y dividido en
partes iguales. La mejor distribución de la riqueza: es raro que el comunismo
no tomara el mar como ejemplo. Sobre sus banderas de fondo rojo bailan
martillos, hoces, compases y estrellas, pero ninguna ola. Optó por obreros y
jornaleros en lugar de pescadores". ¡Cómo habría optado el comunismo por
los pescadores, Erri! La nobleza del traductor italiano de la Biblia, es su
salvaguarda. Un pescador respeta, teme y agradece a la naturaleza, se debe a
ella, es un artesano de redes, un paciente humilde. La pequeña guadaña y el
martillo son más efectivos a la hora de cercenar la vida de los hombres que una
red o un anzuelo. ¡El comunismo destierra la Belleza! La sensibilidad de De
Luca trasciende el materialismo dialéctico, la lucha de clases, la plusvalía y
demás chapuzas, hechizos y conjuros de los nigromantes rojos. De Luca no firma
manifiestos, habla con quien está sufriendo.
Y este libro que contiene dos historias
más, la que cuenta cómo su padre perdió su casa durante los bombardeos alemanes
y escapó remando a Capri de una muerte segura (clandestino en su propia
patria), y otra en la que el abuelo —que busca reconfortarse con la luz de
sol—, hijo y nieto, se cruzan en tiempo y palabra bajo el inclemente invierno y
el irremediable paso del tiempo, es un intento por reconciliar al hombre
consigo mismo, un intento por volver a ser compasivos con quienes están al
alcance de una mirada, de una palabra. Recordatorio de compasión, de piedad, y
de lo que hace mucho fue el Mediterráneo y cada día se desdibuja: un mar
anfitrión, cálido y hospitalario, hoy, camposanto de quienes huyen y solo
consiguen ahogarse. El Mediterráneo de De Luca es un salmo.
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