Nobleza de espíritu


Los pueblos se degradan, envilecen, embrutecen. Pensar lo contrario, que la voz del pueblo es la voz de Dios, que la voluntad popular es infalible y que el pueblo es sabio, es una soberana majadería. Buena parte del matadero que fue el siglo XX y lo que va del XXI —que promete no menos que el anterior— es el resultado de un proyecto moderno que podría rastrearse hasta el siglo XVII, y que tiene como protagonista a esa masa informe que suele ser encarnada por el zumo de su malevolencia: el hombre fuerte, el dictador, el patriarca, el gendarme, llámelo como quiera. El pueblo, el soberano, entre vítores y loas ha llevado al poder a sus verdugos para luego, cuando tiene el pescuezo en la guillotina o famélico y sin fuerzas pide alimentos, no ha comprendido qué lo ha llevado a tal condición de miseria y ruindad. Con soberbia se declara seguidor de quien le tiene la hoja del cuchillo en el cuello.

En Nobleza de espíritu (Taurus, 2017), Rob Riemen (Países Bajos), fundador y presidente del Nexus Instituut, se aboca a reflexionar sobre la responsabilidad de los pensadores ante tal degradación social. En todo caso la complicidad y auspicio de tal decadencia. Admirador empedernido de Walt Withman y Thomas Mann, el ensayista holandés dará cuenta de las similitudes esenciales de ambos autores de cara a la pérdida del hombre moderno de la virtud que da título a este libro. Lo que vincula a estos autores es la búsqueda de la verdad, el amor, la belleza, la bondad y la libertad. Nociones que hoy son de una urgencia inapelable pero que se ven como anacronismos indeseables en sociedades corrompidas, quebradas, fracturadas espiritualmente y que, en el menor de los desastres, son sociedades cuyas democracias se sostienen sobre cabriolas utilitaristas sin redes de seguridad, es decir, sin fundamentos esenciales.

No menos dramático que las sociedades adormecidas o embrujadas por las ideologías redentoras, esas que prometen un futuro-pasado, un progreso-regresivo, son los intelectuales que llevan la batuta en la comparsa camino al terror. Riemen es un divulgador que se asoma a los límites del pensamiento y ve, desconcertado, cómo aquellos llamados a ser referentes de la cultura, son los adalides de los movimientos destructivos de lo que hace posible la convivencia, la civilización. Porque Nobleza de espíritu es un alegato a favor de esta: "No puede haber civilización sin la conciencia de que el ser humano tiene una doble naturaleza. Posee una dimensión física y terrenal, pero se distingue de los animales por atesorar a la vez una vertiente espiritual: conoce el mundo de las ideas. Es una criatura que sabe de la verdad, la bondad y la belleza, que sabe de la esencia de la libertad y la justicia, del amor y la misericordia. El fundamento de cualquier clase de civilización hay que buscarlo en la idea de que el ser humano no debe su dignidad y su verdadera identidad a lo que es —carne y hueso— sino a lo que debe ser: el portador de dichas cualidades vitales eternas. Estos valores encarnan lo mejor de nuestra existencia: la imagen de la dignidad humana." Perdida esa imagen pues perdida la civilización. Tales nociones, nobleza y espíritu, desterradas del horizonte contemporáneo. Incluso señaladas de conservadoras, retrógradas o aristocráticas, esta última acusación hecha por izquierdistas que aún conservan más de cincuenta palabras en su vocabulario. 

La gravedad de tal estado de las cosas es alarmante. El único referente de la moral es el avance tecnológico que, despojado de toda trascendencia ha vaciado de sustancia la ciencia, asimismo el hombre que le sigue a la carrera, casi sin oxígeno, atontado, a cada gadget, a cada aplicación, echando mano de las leyes positivistas para intentar dar apariencia de orden a lo que ya se ha desbocado sin remedio. Si la nobleza de espíritu es una idea olvidada —como señala la baja del título— la perfidia soez es la actitud recordada. Si bien Riemen no ha escrito un libro a la altura del de Julien Benda, Paul Berman o Mark Lilla, no deja de ser un llamado honesto, un mensaje sincero arrojado dentro de una botella, no al mar de la cultura sino a su desierto, lamentablemente.

Con calidad estilística, el ensayista enhebra los diálogos de los personajes de La montaña mágicaDoctor Fausto, a otros no ficticios como el que se dio en aquella poco conocida reunión que mantuvieron Malraux, Koestler, Sartre y Camus la noche del 29 de octubre de 1946 en una casa de las afueras de París, para intentar darle un varapalo al relativismo. Camus pregunta "—¿No creen que todos somos responsables de la falta de valores? ¿Y que si todos nosotros, que procedemos del nietzscheísmo, del nihilismo o del materialismo histórico, confesáramos públicamente que nos hemos equivocado, que existen valores morales y que en lo sucesivo haremos lo que sea necesario para fundarlos e ilustrarlos, eso podría ser el comienzo de una esperanza?". 

El filósofo de vista y alma estrábica no pisaría de nuevo aquella casa. El Mal ya estaba enquistado en el devenir de los tiempos, y los pueblos lo abrazarían para su desgracia y retorcido regocijo. Mayor terror se le tendrá a la libertad que al propio terror. Porque no hay libertad sin verdad y justicia, y los hombres han decidido abdicar del pensamiento, de toda capacidad de discernimiento, han identificado la voluntad con el poder, y en estos términos la libertad no es más que impotencia. 

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