Una casa junto al Tragadero


Cuando el fango ha cubierto los pies hasta los tobillos cada movimiento para poder salir hunde más a quien lo intenta; en la desesperación, con el agua al cuello, queda rendirse a la esperanza hueca de una bondad azarosa, o resignarse inmóvil hasta que el río ahogue la vida.

Este es el territorio desde el cual el Mudo, narrador de Una casa junto al Tragadero (Tusquets, 2017), novela de Mariano Quirós (Resistencia), da cuenta de su día a día desde que decidió dejar el mundo social atrás y adentrarse en la naturaleza inhóspita del norte argentino. El Tragadero es un anti-Edén en el que no hay Dios, ni virtud en consecuencia. Está el hombre solo frente a una naturaleza cuyo orden no señala ni contiene trascendencia. La hostilidad es la norma. Con un lenguaje desprovisto de pretensiones estilísticas, yermo y cautivante como el alma de los personajes, la novela traza una geografía de la iniquidad extendida sobre un territorio endemoniado.

La novela comienza con el Mudo apuntando su arma a un mono que está a la orilla del río. Por descuido, enredado con su perra la India, hala el gatillo y descabeza al mono. Este inicio recuerda al de Zama, una novela soberbia; no es descabellado vincular ambos comienzos, de tono y sustancia distintas, pero en tanto imágenes desoladoras y violentas que afectan al hombre con intensidad hay similitudes; el mono de Di Benedetto yace muerto mientras el oleaje lo regresa y expulsa de sí como hará la realidad con el propio Zama. El mono de Quirós queda despedazado por el azar ruinoso del caos, de forma muy parecida a la que será la suerte del Mudo cuando se encuentre con unos jóvenes de la Fundación Vida Silvestre y con la ojeriza vigilancia del lugareño Soria. La tranquilidad añorada por este huraño se verá radicalmente afectada.

En este territorio cualquier encuentro con otro ser vivo es un reto a la supervivencia. En realidad es su contrario: desencuentro. Los seres vivos en este barátro fangoso son amenazas latentes. Aquella máxima que indica que la ética aparece cuando aparece el otro, se invierte, se niega en esta historia: huir, esconderse, matar. Estas son las máximas en el Tragadero. Como si el filósofo de alma estrábica hubiese acertado al decir "el infierno son los otros". Este envilecimiento tiene su epicentro en el propio Mudo, quien narra sus vivencias en primera persona, con un humor oscuro, escepticismo pérfido y falta de fe, al intentar llevar a cabo la vida del aquel buen salvaje, utopía canallesca rousseauniana. Hasta que llegan a su vida otros buenos salvajes.

Entre monos, caimanes yacarés, pájaros y un río que engulle a quienes irrumpen en él, toda esta atmósfera truculenta y macabra es también un estado del alma o el vaciamiento de ella. Los personajes son desalmados, intuyen el peligro que acecha y se atacan unos a otros con una violencia primitiva en una combinación de miedo y gozo. La India, la perra desfigurada del Mudo parece también una criatura envilecida, agresiva, feroz pero al menos le brinda compañía y se entrega a su compañero como suelen hacer los canes. Ahí quizás se dé el único vínculo afectivo, frágil, tosco y brusco. Es la voz del Mudo —paradoja resuelta con agilidad por el autor— la que brinde el ritmo, el tono, el carácter de esta historia que más parece el descenso sobre un río conradiano hacia el horror que una antifábula de estilo faulkneriano.

Con esta historia, Mariano Quirós se hace ganador del Premio Tusquets de Novela el pasado septiembre de 2017. Hipnótica, asfixiante, la maleza que encubre a los personajes tiene su transfiguración en el testimonio del Mudo, cuya voz es embriagadora, vibrante y envolvente. Es la voz del loco, del desplazado y marginado quien parece ser la frontera de la razón y la moral. Una casa junto al Tragadero es quizás la novela idónea para ese territorio, Latinoamérica, en el que sus habitantes cada vez más parecen hundidos en el fango de la vileza o sobrevivientes del fin del mundo.


Comentarios

Entradas populares