La mente naufragada


El profesor de Humanidades de la Universidad de Columbia, historiador del pensamiento político, Mark Lilla, quien ha escrito un libro insuperable sobre la relación de los intelectuales y el poder (la filotiranía) titulado Pensadores temerarios (Debate 2004, 2017), aborda en La mente naufragada (Debate, 2017) las corrientes reaccionarias de las que, en comparación con las revolucionarias, carecen de una bibliografía prolífica. Si en Pensadores temerarios trazó los complejos mecanismos que hacen que mentes brillantes sucumban ante el tirano y procuren la formalización de dictaduras cruentas como si fuesen el advenimiento de reinos divinos, en este nuevo conjunto de ensayos intenta dar cuenta de las mentes reaccionarias que ante el devenir de la historia se aferran a la nostalgia de un orden del mundo que no debería admitir acontecimientos.

He aquí que reacción y revolución se vinculan. Hay vasos comunicantes entre ambas. La nostalgia por un pasado ordenado y la nostalgia por un futuro edénico original. Ambas instancias miran el pasado, en sentidos dispares. Si bien la reacción quiere detener el devenir histórico, la revolución quiere acelerarlo para detenerlo. Reacción y revolución están encerradas en la noción histórica hegeliana. Esa aberración ontológica. Así, Lilla deja claro, desde el comienzo de su libro, que el reaccionario no es un conservador: "Eso es lo primero que debemos entender sobre ellos [los reaccionarios]. Son, a su manera, tan radicales como los revolucionarios, y tienen el mismo control firme sobre la imaginación histórica. Expectativas milenarias de un nuevo orden social redentor y seres humanos rejuvenecidos inspiran a los revolucionarios; miedos apocalípticos a una nueva era oscura obsesionan a los reaccionarios." Para dar cuenta de estas similitudes y diferencias, Lilla se detiene en pensadores que, a diferencia de los temerarios, se muestran atemorizados ante una realidad en constante cambio.

Religiones y reacciones 
Franz Rosenzweig, judío alemán nacido en las postrimerías del siglo XIX, se rebelaría a su propia familia que pretendía para él estudios de medicina, y se convertiría en un estudioso de los asuntos religiosos y filosóficos. Incluso durante la Primera Guerra Mundial, asignado a la unidad antiaérea en el frente de Macedonia, Rosenzweig aprovecharía su situación para llevar un diario y cuestionarse las nociones judías, cristianas y el devenir histórico. Fundó el centro de estudios de Frankfurt en el que pretendía encontrar las fuentes de la tradición judía "sin la mediación de la filosofía moderna o la teología reformada." La enfermedad degenerativa, esclerosis lateral amiotrófica, lo postró, sin embargo no dejó de trabajar, hasta "dictar" a su mujer, pestañeando, mientras indicaba con un dedo las letras del alfabeto sobre una tabla. La noción de "regreso" de Rosenzeweig es lo que lo motivaría a seguir en sus elucubraciones. Pero no un regreso a los orígenes, sino recuperar el sentido ahistórico del pueblo judío. A diferencia del cristiano que está sujeto a ser una fuerza en la historia.

De nuevo, un enfrentamiento a la dialéctica hegeliana que Lilla encontrará en otros dos pensadores: Eric Voegelin y Leo Strauss. El primero nacido recién estrenado el siglo XX, emigraría de la Alemania nazi a los Estados Unidos en 1938, donde desarrollaría su carrera académica. Voegelin está considerado, junto a Carl Schmitt, uno de los pensadores más representativos de la teología política. Siempre se tratará de la relación del hombre con Dios. La política es una forma de lidiar con la ruptura de los hombres con Dios. Esa fractura esencial conducirá al mundo por caminos tortuosos, más allá de los alcances materiales de un Occidente cada vez más fatuo. No es descabellado pensar que la vuelta a la religión será la respuesta —acertada o no— de la que prontamente la sociedad echará mano ante el despecho posmoderno. Algo de esto vieron los pensadores tratados en este libro. Para Voegelin, el cristianismo revela la escisión del hombre, que tiene una misión divina en un mundo hostil. Y ante esa hostilidad el hombre moderno se lanza a construir lo perdido en un tiempo pasado inexistente. "Las historias de modernas revoluciones políticas, del progresismo liberal, del avance tecnológico, del comunismo, del fascismo, ¿qué eran sino testimonios de una rebelión gnóstica contra la mera idea de un orden trascendente?". Para Voegelin, Marx fue un estafador intelectual.

Creer que se tiene un conocimiento, siquiera intuitivo, de "las cosas divinas" —divinizando al hombre—, o de los engranajes de la Historia, regularmente se traduce en muerte, miseria, dolor y sufrimiento, cuando quien se convence de ello detenta el poder sobre los hombres. Cuando Lilla aborda la figura del segundo, de Leo Strauss, filósofo alemán judío nacido en 1899, y alumno de Heidegger, da cuenta de nuevo del impulso anímico por evitar entrar en el devenir histórico, apartarse del legado de la Ilustración. En buena medida para Strauss, las dos miradas sobre el mundo (Atenas y Jerusalén) fueron hundidas por las Luces, y la filosofía (y la revelación divina) perdió "la confianza en sí misma como camino hacia la verdad absoluta, lo que dio paso al relativismo y al nihilismo en el siglo XIX".

Estos tres pensadores se exiliaron e hicieron carrera académica en Estados Unidos. No es casual que sus pensamientos hayan impregnado a ciertos grupos de poder que ejercen presión e influencia sobre las decisiones políticas del gran país del norte.

La política de Dios
Lilla posee un estilo claro, directo, de un poder de síntesis extraordinario, que vincula, que descubre relaciones antes impensables, y que muestra, también en esta reunión de ensayos —quizás no tan homogénea como en libros anteriores— que toda política es una teología. Dos ensayos, intitulados "De Lutero a Walmart" y "De Mao a San Pablo", exponen las inflexiones del pensamiento occidental que han conducido al mundo hasta nuestros inciertos días. Desde La Ciudad de Dios de Agustín, el eusebianismo, pasando por la reforma luterana, las encíclicas papales, Étienne Gilson, Von Balthasar, hasta Tras la virtud, de MacIntrey y La reforma involuntaria, de Brad Gregory, como señaladores de un camino que no se tomó y que ahora denuncia el perdido espíritu occidental. Es poco frecuente vincular el protestantismo con el nacimiento del hombre moderno, pero no hay que olvidar que junto a Descartes, Lutero es cofundador del drama revolucionario y reaccionario contemporáneo. Asimismo, vincula el pesimismo histórico al antisemitismo, a una izquierda europea "que tiene simpatizantes en las universidades estadounidenses", y que no ha podido superar los desastrosos anhelos incumplidos y fracasados de los bellacos movimientos políticos de los años sesentas y setentas, y que al echar mano de lecturas escatológicas de San Pablo y Carl Schmitt, ven de nuevo, obstinada y vilmente, la posibilidad de una revolución redentora. Qué horror.

El corolario de este conjunto de ensayos, en el que cada uno parece brillar con luz propia y que desluce ante Pensadores temerarios o El dios que no nació (Debate, 2011), lo constituyen una reflexión sobre los atentados terroristas al satírico Charlie Hebdo, durante los cuales Lilla estaba viviendo en París, y un acercamiento al pensamiento radical islamista desde la figura del Quijote. Ambos ensayos breves cierran trazando los vasos comunicantes entre el pensamiento reaccionario y la nostalgia política por reconstruir, regresar, o recrear, eras doradas que nunca existieron.


Pareciese que los derroteros de la reacción son insondables. Toda ideología reduce, constriñe, angosta el mundo y al hombre que lo piensa. Toda ideología es moderna. Por lo tanto es consecuencia de la crisis moral y racional de un hombre escindido, cuyas partes se han hecho irreconciliables. En el intento por unirlas o por que una de ellas absorba, destruya o asimile la otra, la angustia, el desasosiego y el vacío, se convierten en la morada del hombre. Las ideologías pretenden conciliar al hombre con el absoluto, pero solo son tensión irremediable. Nihilismo.

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