Reencuentro


Que quien escribió esta bella y delicada indagación de la amistad haya sido pintor deja de ser un simple dato biográfico y pasa a ser una significativa seña de estilo. Paisajes en apariencia apacibles, colores pasteles, un dibujo de trazo fino, una composición apocada, cielos rojizos, árboles plomizos, calles desiertas y casas en medio de una naturaleza invernal, algunas sombras de seres humanos que caminan sin destino; cuadros que, enmarcados, dan cuenta de un espacio delimitado. El marco concentra y enfoca.

La pintura de Fred Ulhman se puede rastrear en sus libros. En Reencuentro (MaxiTusquets, 2016) el marco que delimita la narración es el ascenso del nacionalsocialismo alemán y el encumbramiento de un hombre vulgar, de verbo y odio encendidos. Y sobre el lienzo de la amistad, el también escritor de origen alemán que escribía en inglés, traza el forjamiento y caída de una amistad puesta a prueba ante la invasión de la ideología que todo lo oxida, corrompe, reduce y aniquila.

El joven Hans Schwarz, judío de padres burgueses, trabajadores, encuentra con la llegada a Stuttgart de la familia Hohenfels y su joven hijo, Konradin, el amigo, el único amigo que tendría en su juventud. Una amistad que sintió como un flechazo. Vale enamorarse de un amigo. Sentir que en la amistad se fragua un amor incondicional, en la que se forja un carácter, se intercambian y potencian las vocaciones y se aprende, se cultiva el conocimiento compartido y se abriga la certeza de tener en quien confiar. Nada menos. Una amistad que se funda en la mutua admiración.

Esa mutua admiración germinaría en una Alemania que estaba por atemorizar y horrorizar al mundo. Comenzaba el año escolar de 1932 en el instituto que los haría compañeros y luego amigos inseparables. Konradin es un joven aristócrata de una prosapia que se remonta a siglos, de sangre heroica y noble. Hans es un joven judío que se siente tan alemán como cualquiera. Su padre, ex oficial de la Primera Guerra Mundial condecorado con La Cruz de Hierro de Primera Clase, se consideraba alemán, suabo y judío, en ese orden. Los padres de Konradin son antisemitas, su madre los odia y teme. Pero esto no es obstáculo para que los jóvenes adolescentes forjen un vínculo genuino. El obstáculo será mayúsculo cuando la voz inflamable de quien convertiría Europa en una carnicería —junto a su cómplice-contrincante soviético—, arrebate la sensatez y el vínculo inquebrantable de amistad por una quimera utópica que siempre es la antesala de la muerte, el dolor y la desgracia.

Esa otra expresión de la maldad
Uhlman hace que su narrador, Hans Schwarz, recuerde aquel año de 1932 a 1933, instalado en los Estados Unidos muchos años después, con una vida hecha y acomodada. Llegaría a Nueva York enviado por sus padres cuando el veneno de la ideología comenzaba a minar las voluntades y hacía que lo peor del ser humano (mitigado por la convivencia y la tradición, almacenado en los recónditos vericuetos del alma), se le diese libertad para desparramarse sobre una nación, sobre un continente, sobre un amigo. Ahí, en su despacho, rememora aquellos días en que al salir de la escuela se iban juntos a casa, se mostraban las colecciones de monedas y objetos de valor sentimental, hematites y ágatas, corales y topacios, leían a Goethe, Schiller, Kleist, Rilke, Baudelaire, Balzac, Flaubert, Tolstoi, Gogol, se deleitaban con reproducciones de las pinturas de Cézanne y Van Gogh... Y también recuerda cómo se fue deteriorando el tejido social, cómo se fue resquebrajando lo que cohesionaba a Stuttgart para sustituirlo por otra cohesión, quizás más sólida, más férrea, más amalgamada, la cohesión que procura el odio. Recuerda que sus padres lo enviaron a casa de unos parientes en Nueva York solo por un tiempo, hasta que aquellos vientos enrarecidos dejaran de soplar. Nunca los volvió a ver. El soplo de la maldad triunfó sobre la amistad.

Nunca volvió a ver a Konradin, su querido amigo. Aquel quien, con el carácter embebido, temulento por el llamado a construir una "nueva Alemania", se sumaría a la locura colectiva nazi. Creyendo que una vez materializada aquella "Alemania de mañana", los judíos —los que no conspiraran, los "buenos elementos judíos"— podrían volver y encontrar acomodo. Le escribiría una carta que Hans leería como quizás el propio lector lo hace, con el ánimo en vilo y el espíritu quebrado al constatar cómo una voz puede llegar a poseer a un hombre hasta hacer que su propia maldad brote sin reparos. Konradin le escribía en la misiva: "La Alemania de mañana será distinta de la que nosotros conocimos. Será una Alemania nueva, bajo el liderazgo del hombre que va a determinar nuestro destino y el destino del mundo por muchos siglos. Te pasmará saber que creo en ese hombre (...) Su personalidad y sinceridad me impresionaron más de lo que jamás habría podido imaginar. Lo conocí hace poco tiempo cuando estuve en Múnich con mi madre. Exteriormente es un hombrecillo que no llama la atención, pero apenas lo escuchas te sientes arrastrado por la fuerza de su convicción, por su voluntad de acero, por su vehemencia demoníaca y su perspicacia profética".


Así Hans constataría el resquebrajamiento de una sociedad ante impulsos destructivos que en principio se creen originados en el entusiasmo para descubrir pronto que lo que invadió Europa fue el resentimiento, esa  sustancia de la vileza que encuentra orden en las ideologías, los delirios de la razón. La brevedad de la novela de Ulhman quizás se deba a que escribía como pintaba y que las palabras son los trazos para intentar recrear con belleza lo que las ideologías destruyen con fealdad, esa otra forma del mal.

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