Todos los hombres son mentirosos
El
título de reminiscencias bíblicas supone una aporía. Sin embargo, las aporías
le vienen bien a la literatura, donde toda lógica formal le cede el paso a la lógica
propia del mundo creado por el autor. Se suele decir que la ficción es mentira.
Es mucho más provechoso pensar que la ficción es la posibilidad de la verdad. Y
es la novela la que hace de esa posibilidad, conocimiento. En Todos los hombres son mentirosos (Alianza, 2016) el
escritor conocido por sus libros sobre bibliotecas y la lectura, Alberto
Manguel, despliega una elegante y estimulante novela sobre la verdad. Así, el título
se trastoca, se muda, se desplaza hacia una conjunción de miradas alrededor de
un hombre, Alejandro Bevilacqua, del que ya poco importará qué es lo cierto en
cuanto a su vida, porque luego de tres décadas de su extraña muerte, lo que
queda en el recuerdo de los testimonios es una construcción de la memoria, una
construcción del lenguaje, una construcción de cada uno de los personajes que
lo conocieron. Una construcción destilada por la propia biografía de las voces
que lo nombran. Incluida la de un tal Alberto Manguel quien, como dice un
personaje, es un sureño que se hace pasar por francés en España.
Escrita
hace ya unos ocho años esta novela sigue superando la prueba del tiempo. Debe
ser porque lo que se desarrolla en ella no está sujeto a contingencias
coyunturales sino a referentes históricos sutilmente señalados que trascienden
a los hechos mismos, hasta convertirse en acuciantes problemas de todos los
tiempos. Un joven periodista, Terradillos, entrevista —o en todo caso escucha,
deja hablar— a aquellos que conocieron a Alejandro Bevilacqua, luego de tres décadas
de su muerte al caer del balcón de la casa de un amigo. Un escritor llegado a
Madrid en la década del setenta quien se sumaría a la comunidad de exiliados
debida a la oprobiosa dictadura argentina (no hay adjetivo que no redunde).
Pronto, Bevilacqua formaría parte de un grupo de literatos, mecenas, editores
lo menos pintorescos, y de una ciudad que apenas podía vislumbrar algo de
claridad entre tanta grisura. Exiliarse en una dictadura convaleciente huyendo
de una vigorosa. El rastro del exilio solo puede seguirse en el interior de
quien lo padece. En ocasiones el exilio se sirve de venganzas tibias donde los
obligados a huir se encuentran con aquellos que los hicieron partir. No hay ley
que prohiba odiar en el fuero más íntimo de cada quien.
Las
voces que dan cuenta de quién era Bevilacqua son tan singulares como el propio
personaje en cuestión. Quien ha dicho ser su confidente aunque nunca quiso
serlo, es un tal Alberto Manguel, conocedor de las camaraderías literarias de
la Madrid de los setenta; hombre culto que maneja el lenguaje como si fuese un
prestidigitador. Conoció a fondo a Bevilacqua porque este acostumbraba
presentarse en su piso o en un café y sentarse a su lado a contar, hablar,
relatar su vida hasta en sus mínimos detalles. Nunca sabremos si lo que cuenta
Manguel es cierto o no porque acostumbra a recrear las historias como mejor las
recuerde y las reconstruya. Algo parece cierto, y es que Alejandro Bevilacqua
huyó de Argentina luego de haber pasado un tiempo en los calabozos de la
dictadura. En ellos conoció a un hombre pequeño, rechoncho, un contrahecho que
decía de sí mismo ser un hombre de armas y literatura, un cubano llamado Marcelino
Olivares, conocido como el Chancho en los cuarteles de la tortura, y quien
devela sobre Bevilacqua un dato en principio relevante que luego se diluye en
el recuerdo mismo del dolor de aquellos años oscuros de la dictadura militar
argentina. El testimonio de una amante será el que dé a Bevilacqua los aires
del exiliado que deslumbra con su talento literario a la incipiente Madrid
cultural, una ciudad cuyos habitantes la caminan cabizbajos por calles húmedas
y neblinosas de la dictadura franquista. Esta voz es la de la admiración, la
del amor o, en todo caso, es la voz de lo que hubiese querido quien testimonia.
Es
la sumatoria de las perspectivas la que que convierten a Bevilacqua en un
personaje inescrutable y fascinante, misterioso y diáfano, deslumbrante y
aburrido, un claroscuro andante, portador de una tristeza insondable y de
recuerdos dolorosos que acompañan a todo exiliado. El querer recordar y olvidar
a tandas iguales, el llevar consigo mismos los restos de las dictaduras que
padecerán en sus cuerpos y espíritus hasta que la muerte los alcance, este es
el sino de quienes son víctimas de los horrores de estados totalitarios que, en
su despliegue de maldad, desparraman sufrimientos que inevitablemente serán
convertidos en relatos, cuentos, novelas, historias que darán cuenta de los
tiempos oscuros que propiciaron quienes detentaron el poder para desgracia de
quienes lo aborrecen. Lo que la opresión desdibuja, lo delinea la literatura.
Esta
novela que tiene el don de la elocuencia, la gracia de la intriga sin giros
pirotécnicos, y una sabiduría sobriamente diluida en las voces de quienes
narran, es un recordatorio de que la verdad sobre los hombres es la necesidad
de contar y de ser escuchados. Eso sí, luego, mucho después, libres de lo que
hacen las dictaduras con las palabras cuando "se despojan de su sentido
noble y empiezan a mentirse a sí mismas". Para poder convertir tanto dolor
en ficción, esa posibilidad de la verdad.
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