El dueño del secreto
El
dictador va a morir. Pero eso no lo saben las fuerzas que se le oponen en la
clandestinidad. Las pocas que quedan claro está, porque luego de casi cuarenta
años en el poder, la represión, el exilio, el encarcelamiento y los asesinatos
han horadado profundamente el tejido político que adversa a Franco. Hacia 1974
se gesta una de las últimas escaramuzas para intentar derrocar a quien solo
abandonaría el mando una vez fallecido.
Para que eso ocurriera debería pasar poco más de dos años, y el narrador de
esta historia contará, 20 años después, lo que vivió cuando con tan solo 18
años participó en una intentona para derrocar el régimen franquista. En El dueño del secreto (Booket, 2016), novela de un
Antonio Muñoz Molina que todavía no llegaba a los 40 años y ya contaba con un
prestigio que lograría confirmar con cada vez una mayor madurez de oficio hasta
nuestros días, un joven de provincia llega a Madrid para estudiar periodismo en
medio de las represiones de la dictadura en contra de manifestaciones universitarias.
Este joven que desayunaba o cenaba galletas rancias con leche condensada a
falta de dinero, se verá involucrado en una conspiración que podría provocar la
caída del dictador.
Conocerá
a Ataúlfo Ramiro Retamar, a quien considerará su maestro, su protector, y quien
lo introducirá en el mundo de las más refinadas instancias sociales y también
en los más barriobajeros tugurios de la Madrid de los años setenta. Una Madrid
que Muñoz Molina se encarga de transformar en atmósfera más que en una ciudad
en concreto, una capital gris que da cuenta de un estado anímico y moral
consecuente a las dictaduras: "Madrid era entonces, de nuevo, esa grisura
del nublado, del humo de los coches, del granito sombrío de las iglesias y de
los edificios franquistas, el mismo gris monótono de los uniformes de los
guardias, de los muebles metálicos de las oficinas y de los trajes de anciano
paternal y temblón que vestía el general Franco." Ataúlfo es un
anarquista, un hombre de experiencia, de gustos refinados, que lleva en una
mano un vaso de whisky y un tabaco y con la otra pide la cuenta en el
restaurant, que detiene los taxis en las calles como si fuesen bestias domadas,
que se reúne con la burguesía decadente y tiene una amante en un burdel
exquisito, y que a su vez controla y dirige una red de información que
concentra a la menguada oposición. Incómodo para franquistas e insoportable
para los comunistas. Ataúlfo compartirá un secreto con el joven protagonista.
Pero al joven e incipiente periodista le cuesta mucho guardar secretos así como
sufre una incontinencia urinaria cada vez que está en aprietos.
El
compañero de habitación del joven narrador es Ramón Tovar, Tovarovich o
Ramonazo, recién convertido al maoísmo, un bueno para nada, un izquierdista
botarate y derrochador cuyo evangelio comunista lo meterá en problemas hasta
quedar sin un centavo, echado en su cama sin moverse para ahorrar energías. Un
descreído que no comparte el entusiasmo de su amigo de provincia y que no se
atreve a regresar a su pueblo por soberbia, por no mostrarse derrotado. Estos
personajes son en parte la muestra de la agonía de un mundo que estaba por
terminarse, son los estertores de una realidad cada vez más desdibujada, atada
a la biología del dictador. Una sociedad que se había transformado, aun
resistiéndola, en la extensión del cuerpo y ánimo del
"Excrecentísimo", como le llamaba Ataúlfo.
Urdir
una narración en la que el ánimo juvenil (en formación) por cambiar el estado
de las cosas se enfrenta tanto a las fuerzas del orden como a las propias
debilidades, y que estas terminen por hacer del narrador y protagonista un
personaje entrañable en su complexión moral, en su incapacidad para asimilar la
vida en una ciudad en la que la vigilancia policial es su torrente sanguíneo,
en su endeble fortaleza de carácter para sobrellevar la carga que le llega,
creando un ritmo novelesco que no admite pausa en el lector, es una muestra de
talento y oficio que supera el paso del tiempo. Hace ya casi un cuarto de siglo
que Muñoz Molina escribió esta novela que seguramente se leerá con nostalgia
por muchos y con una sonrisa agridulce por otros tantos. Y es que el humor está
cargado de una ternura que detiene la parodia o la caricaturización de los
personajes, para dar cuenta de tiempos que la memoria hace nostálgicos y
recordar que toda dictadura es un organismo que acaba por morirse.
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